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No nevaba ya; pero había más de una vara de nieve sobre el suelo del valle y estaban las cumbres de los montes como sumergidas en un mar denegrido y borrascoso que no auguraba cosa buena. Resignóse a quedarse la piadosa y excelente mujer; pero no Facia, más avezada que ella a franquear obstáculos de tal linaje.

Preferí que creyera esto a descubrirle la verdad; le dejé reposando lo que él llamaba su comida, y me volví a mi ronda, de claro en claro, por todos los ventanillos de la casa. Continuaba encalmado el viento y nevaba muy poco; pero Chisco no asomaba por ninguna parte, ni una noticia de las que yo esperaba con un ansia que tocaba en lo febril.

Si soplaba el Norte y nevaba, solían deslizarse algunos copos por la claraboya de la lucerna. Al levantarse el telón pensaban los espectadores sensatos en la pulmonía, y algunos de las butacas se embozaban prescindiendo de la buena crianza. Era un axioma vetustense que al teatro había que ir abrigado.

Luego, se vestía con un ligero traje de caza, tomaba la escopeta, y emprendía famosas, descomunales correrías de seis y ocho leguas, sin que nadie le oyera, jamás quejarse de cansancio. Si nevaba, se ponía el impermeable, las botas altas y la gorra de pelo, y salía a matar palomas torcaces o gachas por las cercanías de la posesión.

Eso habría contribuido quizás a poner a Silas en un estado de agitación mayor que de costumbre. Desde el comienzo del crepúsculo abrió las puertas varias veces, pero para volverlas a cerrar inmediatamente cada vez al ver que toda perspectiva era velada por la caída de la nieve. Sin embargo, la última vez que la abrió ya no nevaba y las nubes se separaban de cuando en cuando.

El general que acompañaba antes al ministro de Gracia y Justicia invitábale muy finamente a una cacería en sus tierras de Pardillo; era Grande de España, y llamábanle en Palacio el cuclillo indicador, por ser siempre el primero en adivinar la mata por donde había de saltar un ministro. Nevaba furiosamente, y angustiado Fernandito, daba prisa por marcharse.

Era invierno, llovía o nevaba por espacio de semanas enteras, y cuando un rápido deshielo liquidaba la nieve, parecía aún más negra la ciudad después del breve deslumbramiento que la había envuelto un instante.

No nevaba entonces, pero se me oprimió el espíritu al ver el aspecto ceñudo y amenazador que presentaba el cielo; y, sin embargo, sentí cierta mortificación del amor propio por no haberse contado conmigo para formar parte de aquella denodada legión, ¡como si no hubiera sido yo un verdadero y continuo estorbo en ella!

Adelantaba yo maquinalmente a lo largo de una calle. Aquella calle era corcobada de configuración y ciega de luces. Hacía un frío de cuarenta grados y nevaba. De repente brilló una luz a lo lejos, y un cuerpo humano proyectó sobre la pared una gigantesca sombra. Y, sin embargo, lo que producía aquella sombra gigantesca era una niña. Aquella niña era una trapera.

Llegó la media tarde, sombría, oscura, tétrica y como preñada de horrores para cuantos la contemplaran con ojos como los de mis recelos. Ni nevaba ni ventaba ya, ni se oía una voz, ni una pisada ni un golpe, ni a la casona ni al pueblo se encaminaba alma nacida por ninguna senda de las visibles.