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Actualizado: 28 de junio de 2025


Allí había un boceto de ninfa sobre un fondo ocre sombrío, iluminado por dos o tres pinceladas audaces que denunciaban las formas de una mujer desnuda, de carnes bermejas y senos copiosos, y que Montifiori mostraba como un Rubens en el caballete de felpa cerezo que lo exhibía; más allá, cuadros firmados por Laucret, por Largilliere, por Mignard, por Trinquez, por Madrazzo, por Rico, por Egusquiza, por Arcos.

Blanca se ganó al señor Penseroso en cuerpo y alma, y el señor Penseroso, por una parte, y Montifiori y Blanca por la otra, sitiaron y rindieron a mi tío. Muy pronto don Benito y yo advertimos las consecuencias. Ya era tarde: mi tío Ramón babeaba por la linda hija de su amigo y la sociedad comenzaba a anunciar su casamiento con ella.

Al lado de Montifiori contemplaban el baile dos caballeros más, el viejo Ministro de Estado doctor don Bonifacio de las Vueltas, político ducho, orador brillantísimo y eficaz, gran brujuleador de cámara y antecámara, fina inteligencia, blanca erudición, débil y bondadoso, embrollón como una modista de alto tono, pero de una intachable honradez privada.

Esta noche estarán radiantes, serán las reinas del baile, el señor Montifiori hará brillar su legación vacante. ¡Montifiori!... ¿Qué clase de hombre es Montifiori?... Te lo diré después... vamos, átate la corbata pronto. ¿Va bien así? Muy grande el moño, ¿no?... No; está bien, las mujeres no se fijan en eso; el pescuezo de los hombres les es indiferente. Bueno, ponte el frac; ¡excelente!

Pero muy sencillamente: cenando nosotros en el Café Anglais y mi correntino durmiendo en la comisaría. ¡Ja! ¡ja! y todos a una reían de la espiritual aventura de Montifiori. ¿Y qué es de tu mamá, Blanca? no la veo le preguntó a su hija. Ahí anda, con don Benito... contestole su hija haciendo un gracioso movimiento de cabeza. ¡Joven y linda como la hija!

Se organizaron las parejas y el bullicio y el movimiento invadieron de nuevo el espacioso salón de Montifiori. Allí encontramos a todos nuestros conocidos del club y a muchos hombres en boga.

Corríase que al casarse con Fernanda, veinte años atrás, el doctor Montifiori había enajenado su interesante personalidad en cambio de la belleza de su esposa y ocupado una legación en no dónde.

Era de ver también la flema con que Montifiori presenciaba el enlace de su hija; y por último pasmaba la apatía con que Blanca se entregaba a un marido que carecía, como era natural, de todos los encantos que un hombre puede ofrecer a una mujer joven y bella.

Un día, sin embargo, nos resolvimos con don Benito a hacer el último esfuerzo. Comíamos juntos en su casa: mi tío se había sentado a la mesa de punta en blanco, como un pollo de veinticuatro años. Concluida la mesa, haría su visita a lo de Montifiori. Diablo, que está usted elegante, para viudo tan fresco le dijo don Benito. ¡Eh! contestó mi tío... voy a la ópera esta noche...

Montifiori comprendió desde el primer momento que mi tío tenía un lado débil que explotar y como medio empleó al señor Penseroso. El salón de Fernanda estaba abierto para nosotros todas las noches. Don Benito reinaba allí como un tirano.

Palabra del Dia

rigoleto

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