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Actualizado: 7 de julio de 2025


En aquel salón, único en Buenos Aires, Fernanda jugaba su baccarat con don Benito y dos o tres amigos más, las noches vacantes de teatros y bailes; el señor Penseroso hacía su propaganda evangélica, y Blanca en un rincón de la sala enloquecía a mi tío, contándole la gran pasión que había sabido inspirarle entre cien hombres de mérito a quienes había desairado por él.

Algunas noches solía concurrir el señor Penseroso, por quien mi tío había cobrado una viva simpatía. ¡Tan dulce, tan suave era aquel santísimo y virtuosísimo padre!

Montifiori comprendió desde el primer momento que mi tío tenía un lado débil que explotar y como medio empleó al señor Penseroso. El salón de Fernanda estaba abierto para nosotros todas las noches. Don Benito reinaba allí como un tirano.

Eran las nueve y media ya, y el salón estaba lleno de hombres y de mujeres, cuando aparecieron Fernanda del brazo de mi tío, y Blanca del brazo de su padre. El señor Penseroso vino a encontrarlos. Las amigas de la novia, vestidas todas de blanco, la rodearon mientras que el sacerdote tomaba suavemente la mano a mi tío y le indicaba que se la diese a Blanca.

El hombre de más influencia en la alta sociedad bonaerense era el señor Penseroso: un abate griego, de Atenas, un hombre distinguidísimo, suave como una alondra, agudo y penetrante como una aguja: con su rostro de mártir, y un ojo apagado que no revelaba por cierto toda la agilidad y la hondura de que aquel sacerdote estaba dotado.

Blanca se ganó al señor Penseroso en cuerpo y alma, y el señor Penseroso, por una parte, y Montifiori y Blanca por la otra, sitiaron y rindieron a mi tío. Muy pronto don Benito y yo advertimos las consecuencias. Ya era tarde: mi tío Ramón babeaba por la linda hija de su amigo y la sociedad comenzaba a anunciar su casamiento con ella.

Alguna vez cuando la noche era diáfana y tranquila , abriéndose a modo de dos valvas de nácar la artesonada techumbre, dejaba cernerse en su lugar la magnificencia de las sombras serenas. En el ambiente flota como una onda indisipable la casta esencia del nenúfar, el perfume sugeridor del adormecimiento penseroso y de la contemplación del propio ser.

Dos gruesas perlas, hermanas de los azahares, servíanle de pendientes, y su seno, aquel seno escaso que tanto mal sueño me había producido, cerrado completamente por la bata, daba a su busto una corrección de líneas inimitable. ¡Era feliz mi tío! El señor Penseroso con una dulzura exquisita y un laconismo de la más urbana discreción dijo la ceremonia.

Palabra del Dia

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