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De repente, malheur me divisa, me conoce entre la ola de la muchedumbre y me grita: «¡Señor Montifiori, paisano, compatriota, venga a salvarme, me quieren llevar a la comisaríaFigúrese usted, doctor, yo iba en aquel momento nada menos que del brazo de ese espléndido Prince de Trois Lunes, un homme charmant, comme cicerone!

Pero, de otro lado, nada se insinuaba en él que trascendiese a homme aux femmes ni a Periquito entre ellas. No delataba el aplomo del cura conquistador ni el hipócrita y meloso encogimiento del curilla faldero. Si acaso el favor de las damas le había encumbrado, sería, probablemente, sin él haberlo buscado con singular empeño. Así cavilaba yo, entre la sopa y el cocido.

Una noche, por ejemplo, se ponían en la escena en movimiento los muñecos de palo de Racine y de Corneille, oyéndose en monótonos yámbicos españoles lo que los franceses califican de dignidad indispensable del estilo trágico, esto es, frases ridículas de polichinelas, como la siguiente: Mourons, mon cher Osmin, moy comme un visir, et toi Comme le favorí d'un homme tel que moy.

Pero ese don Eleazar es famoso exclamaba Montifiori, admirando los espléndidos aderezos del viejo judío... ¡Es un artista homme de monde! ¡Qué diferencia de ese imposible y tacaño ministro, que manda esos mamarrachos de lata a mi hija! La curiosidad no dejaba quietas a las mujeres aquella noche.