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El consejero vigilaba al joven por medio de sus numerosos devotos que le seguían cautelosamente por la noche hasta la casa azul. ¡Qué escándalo! exclamaba doña Bernarda. ¡De noche también! ¡Acabará por traerla a esta casa! ¿Pero es que esa boba de doña Pepita no ve nada de esto?

Sabía el mal estado en que aquel grande hombre había dejado sus negocios al morir, y más de una vez había dado dinero a doña Bernarda, orgulloso de que ésta en sus apuros le dispensase el honor de buscarle; pero para él la casa de los Brulls, pobre o rica, era siempre la casa de los amos, la cuna de aquella dinastía cuya autoridad no podía abatir poder alguno.

Los amigos te esperan en el casino. Sólo te han visto un momento esta mañana: querrán oírte; que les cuentes algo de Madrid. Y doña Bernarda fijaba en el joven diputado una mirada profunda y escudriñadora de madre severa que recordaba a Rafael sus inquietudes de la niñez. ¿Vas directamente al Casino?... añadió. Ahora mismo irá Andrés.

El entusiasmo por la gloria de la casa les unía con tal familiaridad, que los enemigos murmuraban, creyendo que doña Bernarda, despechada por las infidelidades del cónyuge, se entregaba al lugarteniente. Y don Andrés que sonreía con desprecio cuando le acusaban de aprovechar la influencia del jefe en pequeños negocios, indignábase si la maledicencia se cebaba en su amistad con la señora.

Doña Bernarda sentíase orgullosa al contemplar a su Rafael, alto, las manos finas y fuertes, los ojos grandes, aguileña la nariz, la barba rizada y cierta gracia ondulante y perezosa en su cuerpo que le daba el aspecto de uno de esos jóvenes árabes de blanco alquicel y ricas babuchas que forman la aristocracia indígena en las colonias de Africa.

Creía aún sentir el estremecimiento que le producía el suave tintineo de las llaves, abandonadas con la confianza de una autoridad sin límites en la cerraja de un mueble antiguo donde guardaba Doña Bernarda sus ahorros. Así ocultó con mano trémula en sus bolsillos todos los billetes guardados en los pequeños cajones. Temblaba de emoción al consumar el acto audaz.

Cupido protestaba. No; para aquella empresa cuanto menos gente mejor; la barca había de estar ligera: él se bastaba para los remos y don Rafael para el timón. ¡Solteu! ¡solteu! ordenó el hijo de doña Bernarda. Y soltando la cuerda los mocetones, la barca, después de algunos cabeceos, partió como una flecha, arrastrada por la corriente.

Cuando doña Bernarda se vio sola y dueña absoluta de su casa, no pudo ocultar su satisfacción. Ahora se vería de lo que era capaz una mujer. Contaba con el consejo y experiencia de don Andrés, más unido a ella que nunca y con la figura de Rafael, el joven abogado sostenedor del nombre de los Brull. El prestigio de la familia seguía inalterable.

¡Este Rafael! decía a su consejero con aquella confianza que le había hecho relatar más de una vez las tristezas de la intimidad con su esposo. ¡Qué pillo es! ¡De seguro que la estará besando! Déjelos usted, doña Bernarda. Cuanto más se meta en harina, menos peligro de que vuelva a la otra. ¿Volver?... No había cuidado.

Rafael, anonadado por aquella madre enérgica que era el alma del partido, prometió no volver más a la casa azul, no ver a la perdida, como la llamaba doña Bernarda, con una entonación que hacía silbar la palabra. Pero de entonces databa el convencimiento de su debilidad. A pesar de su promesa, volvió.