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Antaño los villaverdinos tenían en el extranjero que llegaba a su pintoresca ciudad motivo de burla y diversión. Principiaban por reirse del color de sus vestidos y de su manera de llevar el cabello. Cuchicheaban de él en sus bigotes, le cortaban un sayo, y luego acababan por imitar lo que censuraban, y de la peor manera.

Por comision de S. S. el arzobispo de Toledo D. Alonso Carrillo juntó en Alcalá de Henares cincuenta y dos doctores para examinar las proposiciones que se le censuraban, y habiéndose condenado nueve por heréticas, el doctor Osma se retractó de ellas dócilmente, celebrando todos su humilde y modesto rendimiento, que le hizo mas glorioso que habia sido antes por su sabiduría.

Y eso que en Sarrió en el transcurso de tres años, se había alcanzado aquel grado de perfección con que don Rosendo soñaba; esto es, no existía la vida privada. Los actos de los vecinos, aun los de índole más íntima y secreta, salían a luz en la prensa, se comentaban, se censuraban, se ponían en ridículo. Nadie estaba seguro en el tabernáculo de su hogar.

Otros, los más, la censuraban con acritud. Un sacerdote no puede obrar como los demás en tal caso. Es un ministro de Jesucristo y debe proceder siempre con caridad aunque sea en legítima defensa. El P. Gil estaba profundamente indignado, aunque guardaba silencio. Un sacerdote, antes que ensangrentar sus manos, no sólo debía dejarse robar, sino matar.

Todo esto era tan poético que de fijo que el lector, pues lo sabe, no ha de censurar a doña Luz como la censuraban las gentes de su lugar, sino, en todo caso, por lo contrario: por sobrado rara y soberbia; porque prefería vivir muchos meses del año separada de su marido a ser en Madrid causa perpetua de dificultades prosaicas y económicas, bastantes a dar muerte al amor más robusto.

Los escasos enemigos que tenía en el municipio, gente de oficio como decía doña Bernarda devoradora de papeles contrarios al rey y la religión, atacaban al cacique, censuraban sus actos, y todo el rebaño de don Ramón se estremecía de cólera e impotencia. ¡Había que contestar! A ver: uno que fuese a consultar al quefe.

Sobre la pobre Rafaela cayó un diluvio de aguacates, tomates, naranjas, bananas, cambucás y mantecosas chirimoyas. Rafaela estaba dotada de un estoicismo, no sólo a prueba de fruta, sino a prueba de bomba. Sufrió con calma el descalabro y hasta lo tomó a risa, calificando de majaderos a los que suponían que cantaba mal y de hipócritas a los que censuraban sus evoluciones y meneos coreográficos.

Los gringos trasladaban los árboles del sitio donde los había hecho nacer Dios: ¡y todo por una mujer!... Las gentes del pueblo eran más atrevidas en sus juicios, formulándolos á gritos. Algunas mujeres, las mejor vestidas, censuraban á la marquesa: ¡La grandísima... tal! ¡Las cosas que los hombres hacen por ella!

Esta noticia cayó como un rayo en el campo de la revolución. Unos maldecían la hora y el dia de haber tratado verbalmente con los americanos; otros, censuraban haber cedido los arrabales.

La menor duda sobre los méritos de éste poníale rojo de cólera, acabando por convertir la disputa taurina en cuestión personal. Contaba como gloriosa acción de guerra haber andado a bastonazos en un café con dos malos aficionados que censuraban a «su matador» por ser demasiado guapo.