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Y a eso iban entonces, aprovechando el primer sol que se veía después de una quincena de aguaceros y «celleriscas», y sobre todo ello se habló mucho en muy poco tiempo, quitándose unos a otros la palabra, mientras Lita, corriendo su silla hacia la mía que estaba alejada del brasero, me contaba, casi al oído, lo alarmados que estuvieron todos en su casa con las noticias que Neluco les iba dando de mi tío, al pasar por allí de vuelta de sus visitas, y el trabajo que le había costado a ella disimular la pena que acababa de sentir al encararse de pronto con don Celso. ¡Qué «mortalón» le veía, Virgen y Madre de Dios!

¡Imposible! contestó el Capitán, arrojándose fuera con el fusil en la mano. Horn y los tres jóvenes, muy alarmados, salieron también armados de sus fusiles. Los ladridos continuaban a intervalos regulares, pero sin acercarse. Es imposible que sean los papúes repitió el Capitán, que no apartaba la vista del bosque. ¿Por qué? le preguntó Cornelio. Porque nunca han tenido perros, ni aquí los hay.

Al llegar al merendero, vagó por los alrededores con una insistencia que puso en guardia a los dueños, alarmados por el aspecto mísero de Maltrana. Cerca del Canalillo le faltaron las fuerzas. El recuerdo le aplastaba; también él iba a morir. Necesitaba olvidar: la vista de estos sitios le hacía gran daño. El invierno deshojaba los árboles; la tierra estaba yerma.

Y acabó la noche, al fin, de envolver la casona y el valle y las montañas en la más densa e impenetrable oscuridad; se cerraron los portones, se avivó la fogata de la cocina, se arrimó a ella mi tío en el sitio de costumbre, pero inquieto y alarmado también, porque nos veía alarmados e inquietos a todos los que vagábamos como sombras, más que andábamos como personas, en su derredor... y ¡nada, ni una voz afuera, ni un golpe, ni un silbido!... El silencio, la soledad, el frío de los sepulcros, ¡la muerte por todas partes!

Todo aun eran imágenes que rápidamente pasaban y volvían a pasar en su cavilación: así la silueta de Adriana huyendo con el pañuelo sobre los ojos, inútilmente llamada por los alarmados gritos de Zoraida, o la cara consternada de Carmen cuando les refirió lo sucedido con la lectura del diario.

Vio algo extraño en ellos: parecían menos alarmados y como llenos de curiosidad maliciosa. Había allí sorpresa, incertidumbre, no susto ni temor a un peligro. ¿Pasa algo? ¿Qué pasa? preguntó anhelante, con la cara de lástima que ponía cuando acudía en vano a implorar sentimientos tiernos, de caridad, en sus semejantes. Hombre, usted puede entrar dijo Körner ; al fin es el marido. Bonis entró.

Todos sufrían la misma duda cruel: «No comprendemos.» Y su duda hacía aún más dolorosa la marcha incesante, una marcha que duraba día y noche con sólo breves descansos, alarmados los jefes de cuerpo á todas horas por el temor de verse cortados y separados del resto del ejército. «Un esfuerzo más, hijos míos. ¡Animo!

El hecho es que no sólo Pablo, sino que todos estaban alarmados, temiendo fuera ya llegado el momento fatal de despedirse de su último sueño de vida humana... Siempre con bromas de mal gusto, vizconde refunfuñó don Fernando.

Ballester y Guillermina se miraron alarmados. «Pues propongo repitió ella , que vaya una comisión a la calle de Esparteros... ¿Y no vio usted si el coche se detuvo en alguna parte?».

Al verle no fueron dueños de reprimir un ademán de sorpresa y cambiaron una mirada llena de secretos temores. ¡Le encontraban tan ajado, tan decrépito!... Pero él estaba tan tranquilo como ellos alarmados.. El que iba a abandonar este mundo se disponía a hacerlo con júbilo, y en cambio estaban tristes los que aquí quedaban.