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Actualizado: 21 de mayo de 2025
Pasan grandes insectos que zumban un instante; suena de cuando en cuando la flauta de un cuclillo; un murciélago gira calladamente entre los pinos. Y los grillos abren su coro rítmico: los comunes, en notas rápidas y afanosas; los reales, en una larga, amplia y sostenida nota sonora. Ya el campo reposa en las tinieblas. De pronto pardea a lo lejos una fogata.
Y en seguida, con pérfida premeditación, añadió : ¡Vaya una fogata que has armao!... Me ahogo... yo me quito la esclavina, y si quieres creerme, desabotónate el chaleco, que luego, en la calle, te hielas.
Andreiña empuja la puerta para cerrarla, y en aquel momento adelántase la Figura gigante del pobre lazarado, derriba por tierra a la bruja y penetra en el zaguán clamando, y todos le siguen repitiendo sus voces. ¡Es nuestro padre! ¡Es nuestro padre! ¡Es nuestro padre! La cocina de la casona. En el hogar arde una gran fogata y las lenguas de la llama ponen reflejos de sangre en los rostros.
El amor es la llama; quizá no pase de una fogata fugaz; el cariño es el rescoldo hecho de la buena y diaria lumbre del hogar, de la mutua adhesión, del perdón mutuo, de la recíproca tolerancia, de los comunes gozos y sufrimientos, de las alegrías conjuntas y de la fusión de las lágrimas. El amor tiene un enemigo que le vence siempre: el tedio.
El cariño no tiene enemigo que le venza, porque está apoyado en el sentimiento de convivencia. Vale más, mucho más, el calor del rescoldo que el de la fogata. Cuando la fogata no se convierte en rescoldo, sólo quedan de ella frías cenizas.
Al verle don Simón a la luz de la fogata, con aquella cara, con aquel birrete de piel y envuelto desde el cuello hasta los pies en un capotón de monte, creyó estar contemplando a uno de los magos que él había visto salir alguna vez por escotillón en el teatro, entre llamaradas de resina.
La última parte de mi viaje, de noche y lloviznando; los pasillos negros de la casona; la cocina tan grande, tan oscura al principio, de tan extraño aspecto después a la luz de la enorme fogata; el pelaje y las cosas de mi tío; la mujer gris aparecida de repente; el tenebroso páramo del comedor, explorado a la luz mortecina del farolillo de cuatro cristales empañados por la roña; el silencio de «afuera»... peor que el silencio absoluto: un rumor lejano e intermitente, bronco, algo por el estilo del que puso espanto en el esforzado pecho de Don Quijote cierta noche en las proximidades de Sierra Morena, y el otro silencio de la casa en cuanto cesaba de hablar mi tío, me habían impresionado de mala manera.
Más adelante jarcierías y almacenes de pasturas; ancho portal en que pernoctaban unos arrieros, y cerca del cual ardía una fogata; luego, la calle anchísima.... Allí más animación, más vida; gentes que iban y venían; el alumbrado público, faroles con lámparas de petróleo, que solo servían para dejar que se viese la obscuridad; jinetes que volvían de las haciendas y de los pueblos cercanos; un almacén de ultramarinos, EL PUERTO DE VIGO, iluminado profusamente, centelleando en las botellas, en los frascos y en las latas de sardinas el reflejo de los quinqués; una botica soñolienta, hipnotizada por sus reverberos y sus aguas de colores, la botica de don Procopio Meconio; delante del mostrador un marchante en espera; detrás un mancebo que hacía píldoras, y en la puerta el dueño, de charla con un amigo.
Compárola a una hermosa llama que alumbra y vivifica una inteligencia cuando se la alimenta con discreción; pero si se le da mucho combustible, se trueca en una fogata que incendia la casa, y los incendios no dejan tras de sí más que escorias y cenizas. Trataré, señor cura, de gobernar con tino la llama; pero os aseguro que me gustan mucho las fogatas.
Señor cura, volví a decir entusiasmado, ¡Vd. es un demócrata verdadero! El cura me miró sonriendo a la luz de la primera fogata que los alegres vecinos habían encendido a la entrada del pueblo y que atizaban a la sazón tres chicuelos. Demócrata o discípulo de Jesús, ¿no es acaso la misma cosa?... me contestó.
Palabra del Dia
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