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Restringió las visitas al merendero, limitándolas a los días festivos; y mientras Amparo le elaboraba a mano los cigarrillos que acostumbraba a consumir, él leía, arrancando al pitillo recién acabado nubes de humo.

Al trote de un rocín miserable, y con el mono sabio a la grupa, va el picador, cuyas formas atléticas contrastan con el tipo enclenque de algún señorito que sirve de cochero a su lacayo; y en potros inquietos que bracean con fuerza van el chalán que deja la bestia en un merendero durante la corrida, y el alguacilillo vestido como los que aborreció Quevedo.

A solas, recobró energía, y calculó que tal vez hacía mal en desesperarse; acaso su mala ventura sería un lazo más que acabase de unir a Baltasar con ella para siempre. , no podía suceder de otro modo, a menos que tuviese entrañas de tigre. Esperó con afán el domingo, día de cita en el merendero de la gaseosa. Madrugó, llegó mucho antes que Baltasar.

El pequeño conocía la llegada de los domingos por la comida, que era también al aire libre, pero sin andamios cerca, sin la vecindad de blusas blancas, en las afueras de la población, sentados en la hierba rala de algún solar sembrado de botes de lata, pedazos de botellas y zapatos viejos; viendo sobre el perfil de los inmediatos desmontes la bucólica silueta de una cabra tristona o de una vaca tísica; escuchando el vals loco martilleado a toda velocidad por el piano del merendero, al cual iba su padre para llenar de vino el cuadrado frasco. ¡Cómo recordaba Maltrana las tortillas de escabeche de los días de fiesta, en medio del campo yermo invadido por los residuos de la ciudad! ¡Cómo los pucheretes con piltrafas de tocino, junto a las vallas de los edificios en construcción!... Su madre apenas comía; sólo se ocupaba de él, llevando una mano al plato, mientras con la otra le sostenía en su regazo.

No se besaban por un resto de pudor, por miedo a la gente, pero sus labios secos, acariciados por la humedad de la lengua, parecían atraerse al través de la pequeñísima distancia que los separaba. Cuando abandonaron el merendero, iban con paso vacilante, silenciosos, por la soledad del campo. Se detuvieron en las inmediaciones del Canalillo.

No veía a Baltasar desde la disputa en el merendero, y entrole, de pronto, deseo invencible de hablar con él, para suplicar o para increpar, ella misma no sabía para qué; pero, en suma, para desfogar, para romper aquella horrible monotonía del tiempo que pasaba inalterable. Enviole el mensaje por Ana. Baltasar respondió: «Ya iré».

Fuese por esta razón o por otras, no tardó en buscar lugares más recónditos para las entrevistas, a donde cada cual iba por su lado, no reuniéndose hasta estar al abrigo de ojos indiscretos. Uno de estos sitios era una especie de merendero unido a una fábrica de gaseosa, bebida muy favorita de las cigarreras.

El cura llevaba en el bolsillo una onza de chocolate, y había aconsejado a Miguel que llevase otra: en el primer merendero o taberna que tropezaban, las tomaban disueltas en agua, y proseguían su marcha. A Miguel le gustaba mucho trotar, pero el cura se oponía, porque según él «se batían demasiado los hipocondriosen realidad era que temía caerse.

Uno decía que había visto a Marroquín por el agujero de la llave, de rodillas delante de Petra y besándola una mano lo mismo que un caballero andante; otro le había visto pellizcarla un muslo al pasar por su lado; otro le había oído decir, estando los dos asomados a un balcón: «Petra, te amootro, más serio que los demás y más digno de crédito, aseguraba que su criado había visto un domingo a Marroquín en un merendero de las Ventas del Espíritu Santo, mano a mano con la planchadora.

Al llegar al merendero, vagó por los alrededores con una insistencia que puso en guardia a los dueños, alarmados por el aspecto mísero de Maltrana. Cerca del Canalillo le faltaron las fuerzas. El recuerdo le aplastaba; también él iba a morir. Necesitaba olvidar: la vista de estos sitios le hacía gran daño. El invierno deshojaba los árboles; la tierra estaba yerma.