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Actualizado: 24 de junio de 2025
La muerte era probable, la enfermedad segura, los dolores terribles, insoportables..., matemáticos; por bien que librara, los dolores tenían que venir. ¡No! ¡No! ¡Jamás! ¿Para qué? ¡Otra vez la cama, otra vez el cuerpo flaco, el color pálido, la calavera estallando debajo del pellejo amarillento; la debilidad, los nervios, la bilis..., y el tremendo abandono de los demás, de Bonis, del tío, de Minghetti! ¡Oh, sí!
Vendría Serafina, y mientras Minghetti y Emma continuaban sus lecciones interminables, ellos dos, Serafina y él, en el cenador de la huerta, ¡oh miseria!, ¡oh vergonzoso oprobio!, serían, como siempre, amantes; amantes de costumbre, sin la disculpa, aunque de poca fuerza, disculpa al fin, de la ceguedad de la pasión; amantes por el hábito, por la facilidad, por el pecado mismo....
También la parecía imposible, como lo de las algas, que Minghetti estuviera tan enamorado como le juraba; porque aunque estaba persuadida de que ella había mejorado mucho, y de que su otoño era muy interesante, y su jamón suculento y en dulce, al fin él era mucho más joven, y ella... ella estaba, indudablemente, algo fatigada.
Podía desangrarme; son habas contadas. No, hija mía, no. Parirás sin dolor, y tendrás un robusto infante. Emma se puso muy encarnada. Minghetti, como distraído, le soltó el brazo, y siguió subiendo, delante, sin más cortesía, con las manos en los bolsillos del pantalón, silbando una cavatina con un silbido de culebra, que era una de sus habilidades.
«Pero Nepomuceno, Körner, el primo Sebastián, Marta, las de Ferraz, Minghetti, no iban a parir; ¿por qué no se atrevía con ellos? ¿Por qué no echaba de casa a los parásitos? ¿Por qué no ponía orden en los gastos, y orden en las costumbres de su hogar, inundado por aquel holgorio perpetuo?... Sobre todo, ¿por qué no se encerraba con Nepomuceno y le decía: ¡Eh, eh, amiguito; hasta aquí hemos llegado!
Mochi sonreía, mirando por cumplido a Emma, sin tratar de adivinar el parecido, como si estuviera en el teatro fingiendo en un diálogo curiosidad e interés. Minghetti dio más solemnidad al caso.
Antes de contestar, miró hacia atrás, hacia el baptisterio, para ver si alguien había reparado su encuentro con la cantante. La comitiva del bautizo había desaparecido. Ni siquiera habían parado mientes en la ausencia de Reyes. Tan insignificante era para todos. Minghetti, sin embargo, seguía embelesado con sus travesuras armónicas en el órgano.
Mochi y su protegida habían mudado de posada, lo cual en aquel pueblo sólo era mudar de dolor; pero en el hotel Principal, allá al extremo de la Alameda Vieja, les habían llegado a perder el respeto por las intermitencias en el pago del pupilaje; la Compañía de ópera seria acababa de disolverse por motivos económicos e incompatibilidades de caracteres, y el empresario, la tiple y Minghetti, el barítono, se habían quedado en la ciudad, según unos, porque no tenían por lo pronto contrata ni lugar adonde ir, porque más valieran allá; según otros, porque querían servir de núcleo a una nueva Compañía, para constituir la cual andaba Mochi en tratos.
Era que en La Traviata, bien o mal, había amor y dolor, amor y muerte; es decir, toda la religión y toda la vida... ¡Oh, cómo hablaba el órgano de los misterios del destino!... Vuelta a la burla, vuelta a las preguntas irónicas: «¿Qué será de él? ¿Qué será de ti? ¿Qué será de todo?...». ¿Quién toca el órgano? preguntó Marta por lo bajo a Sebastián. Minghetti.
La cantante dijo que venía a esperar a Mochi, que le había ofrecido volver a su lado para llevarla contratada a América. No pidió nada a nadie. Vivía modestamente en su antiguo cuarto de la Oliva. La visitaban Minghetti, Körner, Sebastián y otros amigos antiguos. Bonis no la veía más que en su propia casa, es decir, en casa de su mujer. Ella no se quejaba de esta conducta.
Palabra del Dia
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