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A la hora menos pensada verá usted retoñar en el campo los preludios de la primavera; hallará la tierra enjuta y salpicada de florecillas esmaltadas; aspirará la fragancia de los montes y de los prados, y quizá se fije en que ya es hora de mover la tierra... pinto el caso, de este huerto, y aun de cultivarle mejor de lo que se ha cultivado hasta hoy; y con esos fines, llama usted a los obreros, hasta por el gusto de pagarles el jornal; y los manda que caven; y según le van obedeciendo, se va usted emborrachando con el olor de la tierra removida, que es el olor de los olores agradables, y piensa en nuevas y variadas plantaciones, y hasta esboza un proyecto de jardín en el rincón más abrigado... Y quien dice mejorar el huerto, dice retejar la casa o reparar sus achaques interiores... en fin, que nunca faltan quehaceres al hombre que se empeña en tenerlos, aunque sea en las soledades de Tablanca... Y ¿para qué se quiere el dinero?

Todo esto me lo afirmaba Lituca descubriendo las esmaltadas filas de sus blanquísimos dientes, en su lenguaje vehemente, retozón y admirativo, a la puerta del estragal y mientras sacaba sus pies, calzados con menudas zapatillas de abrigo sobre medias de color, de un par de almadreñas que parecían dos cáscaras de nuez.

Los visillos de la vidriera, en un tiempo blancos, tenían hoy color de ceniza húmeda, y en sus pliegues eran visibles los estragos de la polilla. Frontero a la ventana, encima de una mesa, entre dos jarrones de porcelana, un reloj de cristal, una lira, con la esfera de cobre dorado y las cifras esmaltadas de azul, bajo roto fanal cuyas partes estaban cogidas con lañas de papel.

Estaba hechiceramente peinada, ceñía su cabeza una corona de flores de oro esmaltadas de blanco, y de esta corona pendía un velo de gasa de plata y seda. Inútil es decir que á este bello traje, servían de complemento bellas y ricas alhajas. No podía darse nada más hermoso, más completamente hermoso. Acercáos dijo con acento dulce doña Clara.

Las amigas cambiaban vivazmente sus impresiones de domingo. Venían de misa; de sonreír en el atrio de la catedral a sus parientes y conocidos; de pasear por las calles limpias, esmaltadas de sol, como flores desatadas sobre una bandeja de plata con dibujos de oro. Sus amigas, desde las ventanas de sus casas grandes y antiguas, las habían saludado al pasar.

Sintió un zumbido sordo en sus oídos, y delante de sus ojos una nube turbia que los empañaba. Había visto en el centro del brazalete una placa de oro, y sobre ella, esmaltadas y entrelazadas, las armas reales de España y las imperiales de Austria. Aquella prenda era efectivamente de gran valor; pertenecía, á no dudarlo, á las alhajas de la corona.

Amaneció un día con el viento al Sur, casi en calma: el cielo, sonrosado con algunas nubes aturbonadas; la bahía, como un espejo; la mar, como un lago; la temperatura, á placer; el campo, verde y fragante; las flores, meciéndose sobre los tallos; los árboles, entreabriendo sus hinchadas yemas y asomando por ellas las tiernas esmaltadas hojas, que se estremecían y se desplegaban al sentir por primera vez el calor de los rayos del sol vivificante; la sonora voz de las campanas de todos los templos, llenando de armonías el espacio; y el movimiento y la circulación, interrumpidos por la solemnidad de los días anteriores, restableciéndose bulliciosos en todas las arterias de la población.

Un hermoso rizo de cabellos negros, sujeto... con... no recuerdo... dijo la reina poniéndose un rosado dedo en los labios, como quien medita... ¡ah! ¡!... con un pequeño lazo de diamantes... en el cual estaban esmaltadas nuestras armas. ¡Nuestras armas! por cierto; era uno de los seis lazos que para que me sirviera de sobreherretes, me había regalado vuestra majestad.

La luz, que tamizaban esmaltadas vidrieras, llegaba lánguida, medido el paso por una inalterable igualdad, y se diluía, como copo de nieve que invade un nido tibio, en la calma de un ambiente celeste. Nunca reinó tan honda paz; ni en oceánica gruta, ni en soledad nemorosa.

Dejaron los sembrados y empezaron a caminar por las praderas cortadas aquí y allá por grupos de árboles, esmaltadas de florecitas blancas, amarillas, rojas. Por entre estos macizos de florecitas silvestres asomaba de vez en cuando el lomo turgente de una roca enorme, como un gigante que durmiese oculto entre ellas. Se aproximaba el crepúsculo.