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Pampa se había quedado dormida, acurrucada en el umbral. Envuelta su monstruosa cabeza en el refajo de bayeta amarilla, que había levantado por detrás al sentarse; un pie montado sobre el otro, como para prestarse mutuo calor, calzados ambos en gruesos zapatos claveteados; las manos debajo del delantal blanco, dormía sobre la dura piedra, como sobre un cómodo colchón de muelles. ¡Pobre Pampa!

Petra se le presentó vestida de aldeana, con una coquetería provocativa, luciendo rizos de oro sobre la cabeza, el dengue de pana sujeto atrás, sobre el justillo de ramos de seda escarlata muy apretado al cuerpo esbelto; la saya de bayeta verde de mucho vuelo cubría otra roja que se vislumbraba cerca de los pies calzados con botas de tela. Estaba hermosa y segura de ello.

La verdad es que la admiración de Petrarca a Laura y la de Dante a Beatriz eran nada en comparación con la apasionada y vehemente que nuestro chico profesaba a la planchadora. La admiraba sin comprender que la naturaleza pudiese formar otro ser que rivalizase con ella; todo lo encontraba hechicero, desde sus cabellos, un tantico revueltos, hasta sus pies, nada breves y nada bien calzados.

Luisa, para lucir sus lindas manos, se compuso el peinado, afirmando las horquillas con la punta de los dedos. Teresa se acomodó en el asiento dejándome ver los pies, primorosamente calzados; luego, cerró de un golpe el abanico, fingió que arreglaba las varillas, bajó los ojos, y después de un rato de silencio, repitió, viéndome de hito en hito: ¿Conque de casa, eh? Me eché a reír.

Pero de todos modos una hora después lanzaban a un coche descubierto sus flamantes personas, calzados de botas, poncho al hombro y revólver 44 en el cinto, desde luego repleta la ropa de cigarrillos que deshacían torpemente entre los dientes, dejando caer de cada bolsillo la punta de un pañuelo.

La contemplaba tal como se la había descrito muchas veces el «finado tío», en el estrado de su caserón de Salta, con ricas medias de seda, de las cuales cambiaba tres pares por día, mirándose con un orgullo de raza sus breves pies estrechamente calzados.

Tiró de la campanilla y dijo con singular inflexión a la doncella que acudió: Paula, que traigan un vaso de agua. Pocos instantes después se presentó Josefina, pobremente vestida, con un mandilito de tela burda, calzados los pies con toscos zapatos, soportando trabajosamente entre sus pequeñas manos una bandeja con vaso de agua y azucarillo. Los tertulios quedaron estupefactos. Luis empalideció.

A su paso callaban los pájaros, mustiábanse las flores, caían al suelo los seres animados, se hacía el silencio. Sus pies, invisibles bajo la túnica de crespones, hacían temblar la tierra cual si estuviesen calzados con coturnos de hierro.

Pero tenía esperanza; tal vez se presentaría un modo de utilizar en beneficio del pobre mártir aquella abnegación a que estaba resuelta.... Mientras llegaba el momento, no podía más que consolarle, y esto sabía hacerlo de modo que el Magistral tenía que emplear esfuerzos de titán para contenerse y no demostrarle su agradecimiento puesto de rodillas y besándole los pies menudos, elegantes y siempre muy bien calzados.

Así sucederia con las reliquias de diversos mártires que se veneran en la iglesia de los santos Fausto, Januario y Marcial, hoy parroquia de S. Pedro, y que no fueron descubiertas hasta el año 1575, por hallarse debajo de tierra, en una urna de piedra franca; otro tanto puede conjeturarse respecto de las imágenes de Nuestra Señora de la Alegría, que solo reapareció por los años de 1640 al hundir un tabique en la ermita de Rocamador del hospital de S. Hipólito: de Nuestra Señora de los Remedios, que fué hallada al tiempo de la reconquista por unos cautivos cristianos en una heredad de la Sierra, y cedida por el rey S. Fernando al convento de Trinitarios calzados; y de algunas otras.