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Tan enamorada estaba Isabelita de su tesoro de cachivaches, que lo reservaba de todo el mundo, hasta de su mamá; pues esta se lo descomponía, se lo desordenaba, y parecía tenerlo en poca estima, pues alguna vez le dijo: «No seas cominera, hija. ¿Qué gusto tienes en guardar tanta porquería?». La única persona a quien ella consentía poner las manos en el tesoro era su papá; pues este admiraba la paciencia de la niña y le alababa el hábito de guardar.

Haciendo estaría yo el papel de bobo, si no me hubiese deparado la suerte un auxiliar poderosísimo. Es éste la chacha Ramoncica, vieja y lejana parienta de D. Gregorio, que vive en su casa, como ama de llaves, que ha criado a Isabelita y la adora, y que no puede sufrir a doña Juana, así porque maltrata y tiraniza a su niña, como porque a ella le ha quitado el mangoneo que antes tenía.

«¡Qué mona está Isabelitadijo Cándida a Milagros; y a poco de decirlo, se dirigió hacia Columnas, dejando sola con su acerba pena a mi señora la marquesa. Esta oyó el gorjear de los pequeños, la voz de la mamá riñéndoles por su impaciencia y el chasquido de los besos que Cándida les daba.

Me dijo que estaba concertada la boda de la condesita del Padul con un primo suyo, el duque de Malagón. ¿Y Villa? le pregunté, sorprendido. Joaquinita me dirigió una larga mirada burlona. Pero ¿usted se ha imaginado que Isabelita le trae al retortero para casarse con él? No lo ..., pero creía que le profesaba algún cariño. Atienda usted al cariño...

La chacha Ramoncica, en aquel apuro, me agarró de un brazo, tiró de , y me llevó al cuarto de Isabelita, con agradable sorpresa por parte mía. Halló D. Gregorio tan turbada a su mujer, que se acrecentaron sus recelos y quiso registrarlo todo, seguido siempre de su cuñado. Así llegaron ambos al cuarto de Isabelita.

Encendido el rostro y sudoroso, el bravo chico no paraba hasta que Isabelita iba a informarse, de parte de su papá, del motivo de tal estrépito. Si vieras, papaíto decía la niña, muerta de risa ; ha puesto sillas unas sobre otras, y está dando latigazos y diciendo unas borricadas... Dile a ese gallegote que si voy allá le pondré cada nalga como un tomate...

Con angustiosas convulsiones lo arrojaba todo fuera y se contenía el delirar, y ¡sentía un alivio...! Su mamá había saltado del lecho para acudir a socorrerla. Isabelita oía claramente, ya despierta, la cariñosa voz que le decía: «Ya pasó, alma mía; eso no es nada».

«Bailen, corran; la casa es de ustedes, niñas queridas» decía Thiers sin apartar la vista de los átomos que pegaba sobre el vidrio; y ellas lo tomaban tan al pie de la letra que corrían danzando de Gasparini a la Saleta y a saltos se metían en el Camón y en Columnas. Pues digo... cuando les daba por revolverle a Isabelita sus muñecas, era lo de empezar y no concluir.

En los baños de Quinto se acabó de curar...». Despidiose el susodicho tan contento por llevarse su dinero como afligido por el percance de D. Francisco. A Isabelita, que estaba triste, afectada y sin ganas de comer, la mandaron a casa de Cándida para que pasara allí todo el día jugando con Irene y otras niñas de la vecindad.

Había cogido una bota de Isabelita y tirádola dentro de la jofaina llena de agua para que nadase como un pato. «¡Ay, qué ricoclamaba Barbarita comiéndosele a besos.