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Destrúyese así la buena opinión necesaria a todo el que manda para ser respetado; la fe humana precisa a todo el que enseña para ser creído, y sólo una cosa existe, a nuestro juicio, que sea tan perjudicial a la educación como lo es esta misma: la pugna que a veces descubre el niño entre la moral de sus padres y la moral de sus maestros... Imposible es describir las angustiosas perplejidades, las dolorosas dudas que, con harta triste frecuencia, despiertan estas contradicciones en las almas de los niños: vese en ellas la lucha del entendimiento con el corazón, demostrándole aquel que es sana la doctrina del maestro, esforzándose este por persuadirle que no puede ser mala la práctica contraria del padre o de la madre que tanto aman, que no puede ser cierto lo que, por el solo hecho de serlo, ha de dar irremisiblemente a aquellos seres tan amados la patente de perversos... ¡Ah!

Gracias dimos a Dios los pocos que después de tres meses y medio de angustiosas penas, pudimos regresar a Cádiz, avergonzados por el infausto éxito de la aventura. Yo comparé a mis compañeros de entonces con los individuos de la <i>Cruzada</i> en la falta de sentido común. Regresamos a Cádiz.

Entonces pude observar cómo se individualiza un ejército, cómo se hace de tantos uno solo, resumiendo de un modo milagroso los sentimientos lo mismo que se resume la fuerza; pude observar cómo aquella gran masa recibe y transmite las impresiones del combate con la presteza y uniformidad de un solo sistema nervioso; cómo todos los movimientos del organismo físico, desde la mano del General en Jefe hasta el casco del último caballo, obedecen a la alegría de un momento, a la pena de otro momento, a las angustiosas alternativas que en el discurso de pocas horas consiente y dispone Dios, espectador no indiferente de estas barbaridades de los hombres.

No pudo resistir más... Aunque hubiese de ser horrendo el sufrir, quería de una vez acabar con sus mortales inquietudes y conocer toda la realidad de sus angustiosas sospechas. Abandonó las alturas del bosque y caminando por entre los herbajes se dirigió hacia la cerca del parque.

Cuando la mañana avanzó, su soledad, en medio de las ansias que la devoraban, llegó a serle intolerable, y decidiose a llamar a su madre. Su ternura generosa había trepidado hasta entonces en hacerla participar de aquellas horas angustiosas. Pero sentía que perdía la cabeza. Informó, pues, a la señora de Latour-Mesnil de lo que pasaba, por medio de un billete que le envió con un expreso.

Por lo que hace al marqués, quedóse suspenso un instante, y de súbito, agarrando al pastor por los cabellos, se los mesó y refregó con furia, exclamando: Para que otra vez dejes acuchillar a los animales..., toma..., toma..., toma.... Rompió el chico a llorar becerrilmente, lanzando angustiosas miradas al impasible Primitivo. Don Pedro se volvió hacia éste.

Esto fue todo lo que Catalina Lefèvre y Luisa vieron en el transcurso de algunos minutos. Sin duda había sucedido algo extraño y terrible aquella noche. La anciana, acordándose de su sueño, permanecía silenciosa. Luisa se secaba las lágrimas y dirigía miradas angustiosas hacia la meseta, iluminada como por un incendio.

Su voz amenazante, dura como un grito de mando, indignó al hombre vestido de uniforme. ¡Haber arrostrado la muerte durante tres años entre miles de camaradas que estaban ya bajo tierra; despreciar la vida como algo cuya fragilidad se ha revelado á cada minuto; despojarse para siempre, en fuerza de aventuras angustiosas y heridas atroces, de ese miedo que el instinto de conservación pone en todos los seres, para que ahora, en una ciudad de placer, á la puerta de la más lujosa de las casas de juego, un hombre rico y poderoso, pero que no había hecho nada útil en su existencia, se atreviese á amenazarle!...

Sufrió el tormento de largas y angustiosas inquietudes al permanecer días enteros en la orilla del río, viendo con una indignación impotente cómo aumentaba el peligro. Las aguas eran cada vez más altas y tumultuosas, arrastrando en su corriente troncos de árboles que venían tal vez de las vertientes de los Andes, ó haciendo rodar invisibles, por el fondo de su lecho, rocas enormes.

Resuenan entonces voces angustiosas detrás de la escena; Abraham se apresura á prestar auxilio al desdichado, que pide ayuda, y encuentra á Lucrecia desmayada, habiéndose extraviado en su peregrinación y precipitádose desde una peña.