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La llamaban la Muerta por su blancura pálida; y creyendo fácil aquella conquista, muchos borrachos se arrojaban sobre ella como sobre una presa; pero Paula los recibía a puñadas, a patadas, a palos; más de un vaso rompió en la cabeza de una fiera de las cuevas y tuvo el valor de cobrárselo.

Abajo era día de cuentas. Muy a menudo se las tomaba doña Paula al buen Froilán Zapico, el propietario de La Cruz Roja ante el público y el derecho mercantil. Froilán era un esclavo blanco de doña Paula; a ella se lo debía todo, hasta el no haber ido a presidio; le tenía agarrado, como ella decía, por todas partes y por eso le dejaba figurar como dueño del comercio, sin miedo de una traición. Le llamaba de y muchas veces animal y pillastre.

Además, doña Paula, cuando su hijo era un humilde seminarista, había servido en calidad de ama de llaves a Camoirán, a la sazón canónigo de Astorga. Desde entonces aquella mujer de hierro había dominado al pobre santo de cera. El hijo, ayudado por la madre, continuó la tiranía, y, como decían ellos, «le tenían en un puño». Y él estaba así muy contento. ¿Cómo había llegado a Obispo?

Bajó doña Paula y cuando salió Teresina dijo, mientras miraba hacia la puerta: La pobre no cómo tiene cuerpo. ¿Por qué? preguntó don Fermín que acababa de oír el primer trueno. Su madre, que estaba en pie junto a él revolviendo el azúcar en el vaso, le miró desde arriba con gesto de indignación. ¿Por qué?

Doña Paula entraba, salía, hablaba de todo, observaba todos los gestos de su hijo, aquella palidez, aquella voz ronca, aquel temblor de manos, aquel ir y venir por el despacho. «¡Qué no hubiera dado ella por insinuarle el modo de vengarse!

Su coronel, D. Francisco de Paula Soler, parecía dar fuego a todos los fusiles con la arrebatadora llama de sus ojos; con el gesto de su mano derecha empuñando la espada, que parecía un rayo; con sus gritos, que sobresalían entre el granizado tiroteo, sublimando a los soldados.

El deseo de partir el dolor le apretaba la garganta con angustias de muerte.... Y no podía, no podía hablar.... Era una crueldad de su madre no adivinar los tormentos del hijo. Doña Paula le miraba como los demás, como la gente con que había tropezado en la calle, sin conocer que moría desesperado. ¡Y no podía él hablar!».

Si usted conociese la miseria de otros, comprendería á qué inmensa altura se halla sobre los demás. La devota bajó los ojos, y con gran melancolía y tierna voz dijo: ¿Y qué miseria hay mayor que la mía? Es usted demasiado buena. Todo el mundo sabe muy bien que usted es una santa, una verdadera santa. ¿Quiere usted que le haga una confesión? dijo Paula, mirándole como se mira á un confesor.

Don Fermín hubiera deseado a su madre a cien leguas. No podía ocultar la impaciencia, a pesar del dominio sobre mismo, que era una de sus mayores fuerzas; ansiaba poder leer la carta, y temía ruborizarse delante de su madre. «¿Ruborizarse, sin motivo, sin saber por qué; pero estaba seguro de que, si abría aquel sobre delante de doña Paula, se pondría como una cereza. Cosas de los nervios.

Doña Paula sonrió, sin que su hijo lo notase. «Así te quiero» pensó, y siguió diciendo: Pero el único flaco que podemos presentarles es este, Fermo; bien lo sabes; acuérdate de la otra vez. Aquella era una... mujer perdida. Pero te engañó ¿verdad? No, madre; no me engañó; ¿qué sabe usted? Los ojos de doña Paula eran un par de inquisidores. Aquello de la Brigadiera nunca había podido aclararlo.