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Don Fermín hubiera deseado a su madre a cien leguas. No podía ocultar la impaciencia, a pesar del dominio sobre mismo, que era una de sus mayores fuerzas; ansiaba poder leer la carta, y temía ruborizarse delante de su madre. «¿Ruborizarse, sin motivo, sin saber por qué; pero estaba seguro de que, si abría aquel sobre delante de doña Paula, se pondría como una cereza. Cosas de los nervios.

Al primer beso que le robó sobre la nuca estando bebiendo agua en la cocina, la arriscada costurera «le armó un escándalo». Se puso roja como una cereza, chispearon sus ojos expresivos con ira, y le gritó: ¡Cuidadito, que yo no sufro esas cosas!... Vaya usted a hacerlas con las que se lo aguanten. Esto iba sin duda con Nieves. Pablito obró con más cautela en adelante, aunque no con menor osadía.

El chico volvió a gritar: ¡Cereza! ¡Cereza!... Por Dios, me dejéis la Cereza... Señor escribano, déjeme la Cereza... Pero viendo que se alejaban sin hacer caso, dejó de suplicar. Se puso a recoger piedras del suelo y a arrojárselas lleno de ira. ¡Ladrones! ¡ladrones!... ladrones de vacas... ¡Déjame la Cereza, ladrón!... ¡Deja esa vaca, ladrón!

La joven, roja como una cereza, con los ojos en un San José de su devocionario y el alma en los movimientos de su primo, procuraba huir de la valla del centro contra la cual amenazaban aplastarla aquellas olas humanas, que allí en lo obscuro imitaban las del mar batiendo un peñasco, en la negrura de su sombra.

¿Qué es de tu vida, Manolo?... ¡Hace un siglo que no te veo!... ¿Por qué no vienes á casa? le dijo con la sonrisa en los labios, apretándole afectuosamente la mano. Pero después de haber soltado tales palabras se hizo cargo de su imprudencia y se puso roja como una cereza. Ando bastante ocupado con un asuntillo que me ha encomendado mi madre... El jueves me voy á Medina. ¿Para volver?

En un momento se reunió allí medio pueblo. ¡Mira la Cereza, qué gorda viene! exclamaba un chico. Mira la Garbosa; ya tiene una cría decía otro. ¡Mirad, mirad la Morica, qué grande se ha puesto! Era una becerra y ya parece una novilla apuntaba un tercero. Todos conocían á las vacas por sus nombres y sabían sus cualidades y sus defectos como si fuesen propias.

Gracias a Dios, señor perdido... gritó la Marquesa incorporándose un poco y alargando una mano, que desde lejos, y gracias a su buena estatura, pudo estrechar el Magistral con gallardía, haciendo un arco sobre el cuerpo gentil, color cereza, de Obdulia, que desde allá abajo parecía querer tragar al buen mozo en los abismos de los grandes ojos negros.

Pepe Vera se acercó a la valla. Su vestido era de raso color de cereza, con hombreras y profusas guarniciones de plata. De las pequeñas faltriqueras de la chupa salían las puntas de dos pañuelos de holán. El chaleco de rico tisú de plata y la graciosa y breve montera de terciopelo, completaban su elegante, rico y airoso vestido de majo.

Mira, Concha, no me busques las cosquillas, porque aunque eres una mocita de sandunga y tienes los ojos muy picarones, y la boca como una cereza, un día te encuentras, sin saber por dónde vino, con un revés que te arrancará de cuajo esa carrerita de perlas que me estás enseñando.

Las rosadas ventanas de su graciosa nariz, aspiraban ávidamente la vida, y sus negros y rasgados ojos, parecían tan capaces de expulsar la melancolía como el gozo, tan fáciles para la ternura como para la tristeza. Su cutis tenía la frescura y el aterciopelado del albérchigo; su boca el carmín de la cereza; sus manos eran diminutas, blancas, mórbidas y venosas; sus pies minúsculos.