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De pronto, el orador ¡paf! recibe un golpe en medio de la cara; el auditorio ¡paf! recibe otro. Antes que se hubieran repuesto de la sorpresa, reciben otros dos ¡paf, paf! Era la colérica Valentina el autor de aquel daño. En menos de un minuto los llenó a ambos de bofetadas. Pablito no encontró mejor recurso que escabullirse bonitamente, y plantarse en la calle.

Pues bien, señores, pensamos todos que podrían ustedes ir apeándose el tratamiento. Los futuros esposos bajaron la cabeza sonriendo. La alegría de los comensales se expresaba ruidosamente, se charlaba, se bromeaba. Pablito asaba a preguntas a su próximo cuñado, acerca de las carreras de caballos, skating-ring, y otros asuntos más o menos transcendentales, relacionados con el sport.

Desde que había comenzado a coserse el equipo de su Hermana, Pablito manifestaba cierto gusto por la vida sedentaria que hasta entonces jamás se había observado en él. ¿Quién le había visto en los días de la vida detenerse un minuto en casa después de comer? ¿Quién pudiera imaginar que se pasaba la mañana sentado en aquella butaca dando parola a las costureras? Nada más cierto, sin embargo.

Intentaba arrodillarse al besarles la mano, no haciéndolo porque ellos se lo impedían con bondadosa sonrisa; celebraba con un gesto de satisfacción el que los visitantes le tuteasen ante los empleados, llamándole Pablito, como en los tiempos en que era su educando. ¡Jesús y su Santa Madre, por encima de todas las combinaciones comerciales!

Quedó Nieves como inocente paloma en las garras del gavilán. Pero éste, viendo que no podía saciarse, porque le sujetaron los brazos, se desprendió bravamente, dejó el salón, dónde se había armado el consiguiente jollín, y salió a la calle. Pablito caminaba a paso lento, harto sofocado aún, cuando sintió un terrible dolor en el brazo.

La linda hebrea protestó: Vamos, no se haga usted el pequeño, que ya sabemos que lo hace usted muy bien. Paciencia y un poco de costumbre repitió Pablito bañándose en agua de rosas. Después le explicó con toda latitud lo que en su concepto constituía un buen cochero.

Parecía que una mano cruel le estrujaba el corazón dentro del pecho. Sus amigos, comprendiendo que deseaba quedarse solo, siguieron a Sarrió. Pablito le esperaba a la puerta de la quinta, y le abrazó con efusión y entusiasmo. ¿Le has matado? preguntóle por lo, bajo. No ... Creo que respondió el joven más bajo aún. ¿Y tu padre?

Cuando usted guste, caballero le dijo al cabo un muchacho pálido, con ligero bigote negro, volviendo el asiento de gutapercha y mirándole de través. Pablito avanzó distraídamente y se dejó caer en la butaca con esa languidez elegante que adoptan en las peluquerías aquellos a quienes la Providencia señaló con un destello de superioridad. El chico le embadurnó la cara con jabón.

Er muchacho tié talento decía uno. Habla como un diputao. Y los demás aprobaban. Ya se encargará Pablito, su primo, de que lo saquemos cuando yeguen las elecciones. Luis sentíase fatigado a veces de los triunfos que cosechaba en los casinos, del asombro que inspiraba su repentina seriedad a los antiguos compañeros de vida alegre. Renacían sus aficiones a divertirse con la gente humilde.

Piscis, adiestrado por su padre desde niño, era el mejor jinete de Sarrió; por consiguiente, para Pablito la persona más digna de ser admirada. El hijo de don Rosendo era el chico más rico de la población: para Piscis, debía de ser, claro está, lo más respetable y digno de veneración que había sobre el planeta. Nadie sabía a qué época se remontaba esta amistad.