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La tierra es allí tan generosa y feraz, que no puede imaginarse el sinnúmero de flores y la masa de verdura que ciñen las márgenes de los arroyos, esparciendo grato y campestre aroma. Campanillas, mosquetas, violetas moradas y blancas, lirios y margaritas abren allí sus cálices y lucen su hermosura.

Más de una hora permanecimos admirando custodias, cálices, atriles, estatuas y toda clase de joyas, cuyo interés acrecentaban los eruditos informes del canónigo. Súbitamente, dejé escapar un grito de sorpresa. ¡Allí, delante de mis ojos, encerrado dentro de una vitrina y posado dentro de una peaña de oro, se hallaba un pájaro idéntico a mi visitante de aquella mañana!

A principios de Junio vimos parte de este trabajo concluido; pero aún restaban varias cosillas, girasoles chiquitos, pensamientos grandes, amén de unas cuantas mariposas sentimentales de negras alas, posadas aquí y allí, libando el dulce macassar en los cálices de aquella flora piliforme.

Veía huir de nuestro alrededor las sombrías avenidas del parque, que el sol de la mañana sembraba de brillantes regueros de luz; millones de insectos se embriagaban con el rocío en los cálices de las flores, zumbando alegremente.

Isidora cedió, mas no sin obtener permiso para ir a ver a su hijo cuando quisiera. Y en efecto, venía dos, tres y hasta cuatro veces por semana, trayendo golosinas para Riquín y sus camaradas, y además velas de cera, cálices de plomo, efigies, estampas del Sagrado Corazón, mitras, estolas, y por último un monumento de Semana Santa tan completo y hermoso que no había más que pedir.

El tío Frasquito recordaba haber aprendido en el Colegio Imperial, allá cincuenta años antes, aquello de Horacio: «Fecundi calices quem non fecere disertum?». Y el ponche fue aceptado con disimulado entusiasmo.

Vese entonces el barco del arrepentimiento, en cuyo centro, á manera de mástil, está implantada la cruz; cálices de oro adornan sus gallardetes; los símbolos de la Pasión forman los aparejos; sobre la cubierta se halla el Santo Sepulcro, y delante de él, arrodillada, la Magdalena arrepentida; San Pedro se sienta junto á la brújula, alumbrado todo por un cáliz de oro, cuya luz se extiende á larga distancia.

Pomposos ramos de flores de trapo, que a cien mil leguas declaraban haber sido hechos por manos de monjas, completaban el ajuar del altarejo, juntamente con algunos pequeñísimos objetos de plomo, representando sagrados adminículos, tales como cálices y custodias, lámparas y misales. Estos juguetes los hacían entonces los veloneros para los niños buenos y que no lloraban.

Mil figuras van destacándose en la pared, como si una mano invisible las tallara en la piedra con sobrenatural prontitud, y lozana flora crece portentosamente a lo largo de las columnas, llevando en sus cálices animales grotescos o inverosímiles, que parecen haber sido producidos por ignorado germen en las entrañas mismas de la piedra.

Un cielo siempre azul se extiende sobre él. El soplo de la brisa que llega del mar inclina la copa de los árboles y levanta un rumor más grato que ninguna música humana; los pájaros cantan; las flores exhalan de sus cálices perfumes embriagadores; el espíritu de Dios flota sobre el ambiente. En aquel valle la planta soberbia del hombre aún no ha dejado mucha huella.