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Imagínese el cuerpo que usted adora, con el orgullo de la posesión, desnudo sobre una mesa; las blancas intimidades, sólo por usted conocidas, expuestas ante la insolencia juvenil; la epidermis arrancada de los músculos como el forro de un libro; las manos pasando de mesa en mesa; los pechos como unas piltrafas, nadando en un cubo; la cabeza a un lado, las piernas a otro... ¡No puedo, no puedo pensarlo!

Aquella americana olía lo mismo que la otra; esparcía uno de esos perfumes indefinibles que no pueden adquirirse, pues carecen de nombre; un perfume irreal, que es como el uniforme impalpable que envuelve a las mujeres de todos los países acostumbradas a una vida de comodidades y refinamientos; perfume de carne cuidada con amor, de epidermis pulida por el frote higiénico; «olor de agua», según decía Ojeda.

Juanón se afirmaba en esta creencia, viendo el estado de consunción de la muchacha. Ya no quedaba en ella el menor vestigio de carne: sus débiles músculos de anémica se habían derretido. Sólo subsistía el esqueleto, marcando sus angulosidades bajo la epidermis blancuzca, que parecía adelgazarse también como una envoltura sutil.

Frente a él cortaban el espacio azul los troncos de las palmeras, y más allá de las almenas puntiagudas de la tapia extendíase el mar, luminoso, con estremecimientos de vida, como si cosquilleasen su blanda epidermis las barcas, sueltas sus velas al viento.

Y aquella mañana, al bajar del tren, entre los apretones de la muchedumbre, el diputado, sordo a la Marcha Real y a los vivas, se levantaba sobre las puntas de los pies, buscando ver a lo lejos, entre las banderas, la casa azul con sus masas de naranjos. Al llegar a ella por la tarde la emoción erizaba su epidermis y oprimía su estómago.

Si los médicos, pues, le hacen el boicot a los desafíos, si cuando un caballero le haya producido a otro con un sable o con una espada un rasguño en la muñeca, no hay un médico que describa este rasguño como una herida inciso-trinchante de tantos centímetros de extensión, en la región tal, interesando la dermis y la epidermis y la paquidermis; si además el médico no echa en este rasguño tintura de yodo y yodoformo y alguna otra porquería, y no arma allí una cantera y no cubre luego el brazo de gasas malolientes, ¿qué va a ser de los desafíos?

Rafael estaba en el balcón, junto a Leonora, con la mirada perdida en la obscuridad, arrullado por la música de aquella voz, que con marcado interés le hacía preguntas sobre el desesperado viaje por el río. La finura de aquella capa que le envolvía, dábale la sensación de una epidermis satinada y tibia.

La catedral era para Gabriel un gigantesco tumor que hinchaba la epidermis española como rastro de antiguas enfermedades. Nada había que hacer allí. No era un músculo capaz de desarrollo: era un absceso que aguardaba la hora de ser extirpado o de disolverse por los gérmenes mortales que llevaba en su interior.

Solo casi siempre el pobre niño escapábase a las caballerizas, donde pasaba la mayor parte del día entre lacayos y mozos de cuadra, escuchando conversaciones que al principio le hacían enrojecer y acabaron por hacerle reír, a medida que se le iba encalleciendo el pudor, especie de epidermis delicadísima que preserva la pureza del alma.

Vio un hombre que retenía a otro más pequeño, y en la mano de este último un relámpago blanco, tal vez un cuchillo, con el que pretendía rematar al monstruo pataleante. No vio más. Sintió que unos brazos suaves, de fina epidermis y dulce calor, le cogían la cabeza. Una voz, la misma de antes, trémula y llorosa, sonó en sus oídos: ¡Don ChaumeAy, don Chaume!...