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Un aullido espeluznante, al mismo tiempo que estallaba algo como una olla rota, y el joven caía de espaldas en el suelo. Juanón y Fermín, estremecidos de horror, corrieron hacia el grupo, viendo en el centro de él al muchacho, con la cabeza en un charco negro que crecía y crecía, y las piernas estirándose y contrayéndose con el estertor agónico.

La dulzura de las miradas, el ligero palpitar de los labios estremecidos por el rezo, no eran bastante a disipar la fascinación que con su hermosura despertaban. Cuando se movían arreglando los reclinatorios y las sillas, el sagrado recinto parecía estremecerse como santo mordida por la tentación, y el crujir de las sedas imitaba rumor de viento entre hojarasca caída y seca.

Doña Guiomar le envió con un criado antiguo, en buena cabalgadura, un lacónico billete diciéndole que regresara cuanto antes, porque su abuelo se hallaba muy malo. En efecto: don Íñigo, consumido por un mal misterioso, pasaba terriblemente a mejor vida, con los labios estremecidos por incesante plegaria. Aquella triste carne, manando humores, anticipaba al sepulcro su trabajo siniestro.

Maltrana era más exigente y descontentadizo. ¡Muy bonito el campo de primavera, con su ambiente poético y aquellos crepúsculos, que eran lo mejor del mundo! Pero ellos no iban a permanecer así toda la vida, vagando como perros enamorados, en busca de un rincón solitario, huyendo de las gentes, estremecidos de espanto al menor ruido.

La majestad del Atlántico en las noches tropicales hacía olvidar á Ulises las cóleras de sus días negros. Bajo la luna, era una pradera inmensa de plata viva cortada por serpenteos de sombra. Sus ondulaciones pastosas, repletas de vida microscópica, iluminaban las noches. Los infusorios, estremecidos de amor, ardían con azulada fosforescencia. El mar era de leche luminosa.

Parecían dos leones. No les faltó más que olerse. Después se acercaron más, y se estrecharon las diestras con recias sacudidas. Entonces me parecieron dos robles gemelos de la montaña estremecidos por el soplo de una misma ráfaga. No lo que se dijeron, ni si se dijeron algo. ¿Para qué?

Se alejaron, caminando lentamente sin saber dónde iban, errando a la ventura, doblando esquinas, pasando varias veces por la misma calle, con el pensamiento concentrado, los nervios estremecidos, prontos a gritar y haciendo esfuerzos por que su voz fuese débil, apagada, y no llamase la atención de los transeúntes que pasaban rozándoles por las estrechas aceras.

O, mejor dicho: hoy, antes de quedarme solo, cuando pensaba haber despertado de uno de esos sueños densos, en que nada se siente; sueño de tinieblas en que nada se ve; sueño que es la negación de la existencia y del que se despierta, antes de acabarse de dormir, espeluznados, estremecidos, fríos como si se hubiera sentido el contacto de la mano de la muerte; cuando sólo creí, repito, despertar de un sueño horrible, me han dicho que he estado un mes delirando, furioso, nombrando a Amparo, amenazándola, apostrofándola, insultándola, prodigándola los epítetos más degradantes.

Así permanecieron mucho tiempo: María Teresa, apoyada en el respaldo del banco, con una mano en el rostro y la otra perdida en el manguito; Fernando de pie, intentando infundirla valor con palabras incoherentes. Los dos temblaban de frío sin darse cuenta de ello, estremecidos por el viento glacial que hacía oscilar los focos de luz.

Su sombrero se ladeaba; los bucles de su cabellera intentaban escapar, erizados y estremecidos por las corrientes de humana electricidad que serpenteaban entre sus raíces. Parecía tener diez años más. Pero una segunda voz interior emitía otra opinión. «, muy fea... ¡pero tan interesanteSeguramente que al levantarse de la mesa volvería á ser la Alicia de siempre.