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Actualizado: 20 de junio de 2025


Las señoras se colocaron cerca del altar, donde todas tenían preparados sendos y lujosos reclinatorios: los caballeros permanecieron detrás y sólo tenían un almohadón de terciopelo para arrodillarse. Comenzó la sesión rezando todos el Rosario detrás del padre Ortega.

Sobre el altar veíanse el ara rota, el tabernáculo hundido, y dos bellos ángeles, que a un lado y otro sostenían antes lámparas de plata, levantaban entonces sus manos vacías, crispadas, como anunciando la cólera del Señor... A los pies de la capilla, sobre un confesonario destrozado y varios reclinatorios rotos, hallábanse amontonados trastos viejos, muebles inservibles y el armazón de un teatro en que había representado la condesa, tiempos atrás, unos famosos cuadros vivos.

La dulzura de las miradas, el ligero palpitar de los labios estremecidos por el rezo, no eran bastante a disipar la fascinación que con su hermosura despertaban. Cuando se movían arreglando los reclinatorios y las sillas, el sagrado recinto parecía estremecerse como santo mordida por la tentación, y el crujir de las sedas imitaba rumor de viento entre hojarasca caída y seca.

El altar mayor y todo lo que cerca de él había se designaba mejor por la claridad que caía de las ventanillas de la cúpula; pero desde allí hasta el fondo, donde yo me hallaba, las sombras se iban espesando. Permanecí indeciso hasta que la monja, sacando un fósforo, me señaló con el dedo unos reclinatorios de terciopelo rojo que había arrimados a la pared del fondo.

Cerca de la puerta había una reja de madera que separaba el público de las monjas los días en que el público entraba, que eran los jueves y domingos. De la reja para adentro, el piso estaba cubierto de hule, y a los costados de lo que bien podremos llamar nave había dos filas de sillas reclinatorios.

Entraron por una puerta lateral, y mientras Goicochea marchaba hacia el altar mayor, dejándose caer de rodillas ante la Virgen con devoción compungida, Aresti paseó por el templo, examinándolo. Los reclinatorios, los bancos y los altares, llamaron inmediatamente su atención.

La de Bayona le pareció linda como un dije de filigrana; pero no pudo oír en ella tan devotamente la misa: se lo estorbaba la pulcritud esmerada del templo, semejante a caja primorosa; los colores vivos de las figuras neobizantinas pintadas sobre oro en el crucero, o la novedad de aquel coro descubierto, de aquel tabernáculo aislado y sin retablo, el moverse de los reclinatorios, el circular de las alquiladoras de sillas.

Dos reclinatorios de viejo terciopelo azul parecían guardar aún la huella de señoriales y delicados cuerpos que ya no existían. Quedaban sobre sus pupitres, como olvidados, dos libros de oraciones con las puntas roídas por el uso. Jaime reconoció uno de estos libros.

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