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D. Juan quedó estupefacto, aterrado; en toda la tarde no había cesado de reír aquella locuela burlándose de cierto mancebito que seguía pertinazmente su coche. ¿Qué te pasa?... ¡Fernanda! ¡Hija mía! La niña no respondió. Con el pañuelo en los ojos, el cuerpo sacudido por fuertes estremecimientos, lloraba cada vez más perdidamente. ¡Fernanda, por Dios, que la gente se está fijando!

Pero el joven se había abrazado a sus rodillas con fuerza y se las besaba con transportes frenéticos, y lo mismo los pies, sacudido su cuerpo por los sollozos. ¡Esto es horrible! ¡es horrible! repetía . ¿Qué te hice para que así me mates? Vamos, Mundo, vamos.... Arriba.... Seamos formales decía ella dulcemente, acariciándole los cabellos . ¿No comprendes que es ridículo?

La Correspondencia había anunciado su llegada a Madrid, no solamente como diputado, sino como una de las personas más importantes y beneméritas del país; y no se había sacudido el polvo del viaje, cuando el ministro de la Gobernación, en un atento B.L.M., le había citado a su despacho.

Celebraba cualquier insulsez de los amigos como el chiste más acerado, hasta verse obligado a sujetar el vientre sacudido por los flujos de risa. Y los reía de buena fe, sin asomo de hipocresía ni adulación, lo cual, como es lógico, lisonjeaba el amor propio de los que estaban a su lado.

Cuando se ha estado, durante medio siglo, sentado doce horas por día en un cabriolé de médico de campo, sacudido y zangoloteado por los guijarros y los mogotes de tierra, bien se le pueden pegar a uno las sábanas alguna vez, sobre todo cuando ha dejado su tarea a salvo en manos de otro más joven.

Era este caballero halagüeño Con todos; y en aquesto mas le alabo, Que en verle sacudido y zahareño Con nobles, de lo cual le desalabo: Que al mas pobre soldado en mas tenia, Que diez de presumpcion de hidalguia.

De improviso se levantó, sacudido por una idea; fué al escritorio donde tenía el dinero; sacó un cartucho de monedas que debían de ser calderilla, y vacíandoselo en el bolsillo del pantalón, púsose capa y sombrero, cogió el llavín, y á la calle. Salió como si fuera en persecución de un deudor.

Eran las montañas negras, duras, macizas en apariencia, bajo la oscurísima techumbre del cielo tormentoso; era el valle alumbrado por las claridades pálidas de un angustiado sol; era el grupo de castaños, inmóvil unas veces, otras violentamente sacudido por la racha del ventarrón furioso y desencadenado.... A un mismo tiempo exclamaron los dos, capellán y señorita: ¡Qué día tan triste!

Y lo mejor de La Puchera, lo verdaderamente incomparable, está en aquellos capítulos donde el Lebrato y su hijo intervienen, con su locuacidad el uno, con su timidez el otro, los dos con el mismo natural resignado y austero, sacudido por bruscas impaciencias en el joven, acrisolado por divina serenidad en el viejo.

Habíala ya depuesto sobre el pavimento y comenzado á extender su mantel sobre la mesa, antes que hubiese sacudido enteramente mi letargo. Por fin me levanté bruscamente. ¿Qué es esto? dije. ¿Qué es lo que hace usted? La señora Vauberger fingió una viva sorpresa. ¿No había pedido comida, el señor? No. Eduardo me dijo que... Eduardo se ha engañado. Será el inquilino de al lado.