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Actualizado: 2 de junio de 2025
Y lo mejor de La Puchera, lo verdaderamente incomparable, está en aquellos capítulos donde el Lebrato y su hijo intervienen, con su locuacidad el uno, con su timidez el otro, los dos con el mismo natural resignado y austero, sacudido por bruscas impaciencias en el joven, acrisolado por divina serenidad en el viejo.
En tales cuadros la vida resulta amable y digna de ser vivida, por áspera y brava que parezca. Y el mar, inmenso coro de esta humilde tragedia, parece asociarse al esfuerzo de sus domadores, entonando con ritmo pausado y solemne el himno de la paz de la conciencia, que huye del agosto del Berrugo y calienta la puchera del Lebrato.
Lo óptimo es el Lebrato y su hijo, y Pilara y Quilino, y el médico don Elías, y el magnífico tipo del Berrugo, avaro supersticioso, que Balzac adoptaría por suyo, y la fantástica historia del descubrimiento del tesoro, que Walter Scott hubiera robado para su Anticuario.
Los personajes que entonces crea, exuberantes de vida poética, con cierta poesía salina y acre, tienen no sé qué grandiosidad y fiereza primitiva, crecida y educada con los arrullos y las tremendas caricias del mar resonante. Tremontorio y el Tuerto, el Lebrato y el Josco, son figuras de tal potencia y resalto, que en vano se les buscaría competidores aun dentro de las obras mismas de Pereda.
Palabra del Dia
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