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Que si no quiere usted hacer las obras, las haré yo por mi cuenta... ¡vaya! Eso es otra cosa. Siempre que sea bajo mi vigilancia y... Pase, pase y verá... Al fin Plácido se dignó entrar por el pasillo adelante. Fue a la cocina, echó un vistazo a la alcoba interior que estaba llena de grietas... «No se pueden hacer obras cada vez que lo pide un inquilino, porque sería el cuento de nunca acabar.

El ascensor marchaba admirablemente, y para demostrármelo, la portera me aseguró que tres días antes, aquella perfecta maquinaria había matado al inquilino del tercero. Por eso tenemos el piso libre añadió. La historia del piso no era muy seductora; pero un inquilino tiene que estar en Madrid dispuesto a todo. ¿Y cuánto renta el piso desocupado? inquirí.

Cerca de él una señora anciana, que era la madre de la esposa de Calderón, aunque mucho se diferenciaba de ella en el rostro y la figura: delgada al punto de no tener más que la piel sobre los huesos, morena, ojos hundidos y penetrantes, revelando en todos los rasgos de su fisonomía inteligencia y decisión. Hablando con ella está Pinedo, el inquilino del cuarto tercero.

Llamé; vino una mujer, a quien pregunté si podía comer algo; me dijo que esperara un momento. Hablamos; le expliqué quién era y a lo que iba, y a mis preguntas contestó dándome los informes que le pedía acerca del inquilino de nuestro caserío.

Porque es imposible le contesto . ¿Cómo quiere usted que yo haga un artículo contra las casas en un sitio donde no las hay? Pero, bien mirado, si en Madrid hubiera casas, no se necesitaría escribir contra ellas. Todos los defectos de las casas de Madrid se condensan en uno solo: el de la escasez. Como no puede mudarse, el inquilino tiene que transigir constantemente.

Sus redondos ojos me miraron un instante, asombrados, y, después, despavorido al no conocerme, echó a correr chillando. ¡Hu, hu! y sacudió trabajosamente las alas, grises de polvo; ¡qué diablo de pensadores, no se cepillan jamás! No importa, tal como es, con su parpadeo de ojos y su cara enfurruñada, ese inquilino silencioso me agrada más que cualquiera otro, y no me corre prisa desahuciarlo.

Así pasaba los días en sabroso comercio con lo desconocido, lo mismo en la época de su apogeo que en la de su decadencia. Estos tres ángeles caídos llevaban una vida monótona y triste. Su casa era la casa del fastidio. Parecía que las tres se fastidiaban de las tres, y cada una de las demás. Nos hemos olvidado de otro importante inquilino.

Era propiedad de una vieja devota que, por legar toda su fortuna á la Iglesia, se negaba á vender el edificio á Sánchez Morueta, dándose la satisfacción de tener por inquilino á uno de los primeros ricos de Bilbao.

En suma, la casa era tal y tan cómoda y señoril, que si la hubiera alquilado don Paco, en vez de vivirla, no hubiese faltado quien le diese por ella cuatrocientos reales al año, limpios de polvo y paja, esto es, pagando la contribución el inquilino.

Los muebles no pecaban de suntuosos ni de abundantes, y en todos los rincones permanecían señales evidentes de los hábitos del último inquilino, hoy abad de Ulloa, y antes capellán del marqués: puntas de cigarros adheridas al piso, dos pares de botas inservibles en un rincón, sobre la mesa un paquete de pólvora y en un poyo varios objetos cinegéticos, jaulas para codornices, gayolas, collares de perros, una piel de conejo mal curtida y peor oliente.