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Actualizado: 3 de junio de 2025


Y una tarde que desde una ventana de su cuarto contemplaba las cumbres del Dôle, detrás de las cuales descendía radiosamente el sol, se estremeció al oír una voz que hablaba detrás de él. ¿Era una alucinación? ¿No soñaba despierto? El Príncipe Alejo Zakunine estaba en su presencia. Roberto Vérod decía la voz ¿no me reconoce usted?

Si el autócrata se hubiera encontrado en el buque volado, su muerte, en el instante preciso en que los audaces revolucionarios se alzaban en armas por tantas partes a la vez, habría sido probablemente el principio del fin; pero por causa de un imprevisto cambio, la corte había tomado la vía terrestre, y entonces las revueltas parciales fueron ahogadas en sangre: de los cabecillas, el único que sobrevivía era Zakunine, que se había mantenido lejos.

¿Hablaba así porque esa era la verdad, o porque, culpable, comprendía la eficacia de la defensa en tal forma? ¿Y también tenía usted que recurrir a ella por dinero? Zakunine alzó la frente al oír esa pregunta, y fijó bruscamente la mirada en los ojos del magistrado; pero en seguida los bajó otra vez, confuso. ¿Qué le ha retenido a usted en Zurich durante todo este verano? La propaganda.

Zakunine había bajado la vista; hablaba con un acento de remordimiento tan sincero que Ferpierre se sintió impresionado. El dicho de la doncella de que su patrón había comenzado a tratar mejor a la Condesa, y el de haber éste negado tal cosa al principio, e insistir después en su negativa, perseverando, por el contrario, en culparse, hacían que la acusación fuera pareciendo menos fundada.

Necesario era, para sostener la teoría del asesinato de Florencia d'Arda, que en el Príncipe se hubiera efectuado ese cambio: entonces solamente podía explicarse que él la hubiera muerto, al saber que pertenecía de corazón a Vérod, o que la nihilista la hubiera muerto al saber que Zakunine volvía a amarla.

Hace un momento me contestó usted también al preguntarle si conocía las relaciones de Zakunine con la italiana, que usted no se ocupaba de esas cosas. Si le amaba usted realmente ¿cómo no sentía usted el deseo ardiente de verlo libre? Yo sabía que era libre. ¿Quiere usted decir que su compromiso con la Condesa no era válido para él? Quiero decir que ya no la amaba.

Si Alejo Zakunine quería castigar a la Condesa por el amor que profesaba a Vérod, y si la nihilista quería castigarla del amor que el Príncipe la profesaba, la complicidad perversa de los dos quedaba demostrada. Otros iban más lejos, pues al saber que el Príncipe se encontraba en dificultades de dinero, sostenían que los dos rusos habían muerto a la Condesa por robarla.

Pero Zakunine no estaba unido indisolublemente a la Condesa, ni se podía creer que quisiera casarse con su joven compatriota; había que abandonar todas esas suposiciones. El arrepentimiento de aquel hombre era sincero, o por mejor decir creíble, porque tenía una causa: la necesidad de dinero. Fuera de esto, ninguna razón, por sutil que fuera, podía explicarla.

Usted, desesperadamente enamorado de ella y celoso de Zakunine; Zakunine, perdido por los celos que usted le inspiraba, por su tardío amor hacia ella, por su estéril remordimiento; la Natzichet, amante, taciturna, desconocida, desdeñada... ¿Qué será de ella? Entonces Vérod se acordó de las palabras del Príncipe. Ha muerto. Pero, ¿cómo, dónde y cuándo?

Si el hurto era el móvil del crimen, los dos rusos podían, exprofeso, no haber robado todo el dinero; pero en tal caso era difícil explicarse la manera ruidosa como habían dado muerte a su víctima y el agudo dolor que Zakunine había demostrado, ni se podía decir cómo y dónde habían escondido las sumas robadas, en los pocos momentos transcurridos entre el tiro y la llegada de los criados. ¿Habría que considerar a alguno de éstos como cómplice? ¿O más bien, los rusos esperaban substraer el dinero después de haber hecho creer en el suicidio no previendo la acusación de Vérod?

Palabra del Dia

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