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Actualizado: 3 de junio de 2025
A estas palabras, la sangre enrojeció el rostro del Príncipe, y sus ojos volvieron a brillar. ¿Qué contesta usted? Zakunine se oprimió la frente con las dos manos, como queriendo reprimir su cólera, y luego dijo: Es cierto... ¿Confesaba? ¿Se declaraba culpable? ¿Reconocía haberla asesinado?
Los dos amantes se encontraban en la villa el día de la tragedia; y los gritos, del mismo Príncipe Zakunine, junto con la detonación del arma, hicieron acudir a los sirvientes despavoridos, a cuyos ojos apareció un tremendo espectáculo: la Condesa yacía exánime al pie de la cama, la sien derecha perforada por un proyectil, y un revólver cerca de su mano.
Zakunine se hizo expulsar de Italia y la aventura produjo mucho ruido en la península: por más que el solo nombre de un revolucionario como aquel pudiese justificar la medida adoptada por la policía italiana, el ministro Francalanza fue acusado de haberla dictado por razones íntimas, porque había de por medio una gran dama: vivas interpelaciones hubo con ese motivo en el Parlamento.
Cuando usted sabía que su amante iba a verla, y se quedaba con ella, no una sino muchas veces, ¿no sospechaba usted que los recuerdos del pasado, la seducción de esa mujer, casi nueva para él después de un largo abandono, lo habían de vencer una vez más... sí; usted tuvo esa intuición; su doloroso silencio me lo dice ahora; pero ha callado usted por el amor que le tiene, porque comprende que si la justicia hubiera sabido que Zakunine amaba aún a la Condesa, que estaba celoso, la verdad habría lucido pronto y con gran brillo.
Al anunciar a la nihilista que el Príncipe se había acusado, el juez había mentido en su empeño de llegar a la verdad; pero una duda asaltaba su mente en ese instante: si la joven al oír decir que Zakunine se declaraba culpable, había hecho por su parte otro tanto, ¿qué diría el Príncipe cuando conociera la confesión de su amiga? ¿Iban ambos a declararse culpables?
La Condesa nos dejó, y nosotros nos pusimos a preparar las cosas para el viaje. Poco rato después oímos el tiro. Esta es la verdad. ¿Confirma usted lo que dice esta joven? preguntó Ferpierre a Zakunine. El interrogado contestó con una breve inclinación de cabeza. ¿Cuáles fueron las palabras amargas que la Condesa profirió?
Zakunine no lo había explicado, ni él había pensado en preguntárselo. ¿Había fallecido de muerte natural, o violentamente? ¿Se había matado, o como Alejo Petrovich, y antes que él, había vuelto a Rusia con el objeto de hacerse condenar allí? ¿Había aludido a ella el Príncipe al decir que quería seguir un ejemplo que para él era una advertencia?
Lo que Vérod había dicho se confirmaba: la idea de hacer bien al alma enferma de Zakunine aparecía dominante en el pensamiento de la Condesa: con su suavidad y dulzura, por ley de atracción entre contrarios, debía sujetar la fuerza impetuosa, la fogosidad indomable del rebelde, como se recogen las riquezas brutas de las cuales se puede extraer un valor puro.
El arrepentimiento del Príncipe y su vuelta al lado de la antigua amiga, determinados por la necesidad de dinero o por un sentimiento más digno, impedían creer que Zakunine hubiera deseado la muerte de una persona que le era nuevamente cara, y al mismo tiempo explicaban el odio si no los celos de la estudiante.
Había previsto el inevitable porvenir; lógica, fatalmente, el resultado tenía que ser éste: «Día llegará en que usted me juzgue como yo misma me juzgo ahora.» ¿No había sucedido aquello casi en vida de la infeliz? ¿No era verdad que el día en que por última vez se encontraron, cuando ella le habló del hombre con quien estaba ligada y quería que siguiera siendo suya, el ímpetu de su odio contra Zakunine y la insufrible idea de la impotencia de su propio amor lo habían casi sublevado contra ella?...
Palabra del Dia
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