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De repente, el gentío se hizo atrás, volviendo sus mil cabezas. Una nueva procesión llegaba por el puente. Se había reunido en la Residencia de los jesuítas: era lo más brillante del ejército devoto que iba á subir á Begoña; el señorio de Bilbao, en el que figuraban las familias ricas de la villa, los agitadores del bizkaitarrismo, los alumnos de Deusto.

Enamorado de ella, su compañero constante en Zurich, ¿no habría Zakunine abandonado a los impacientes agitadores, tanto por la enervante acción del amor cuanto por la persuasión que directamente ejercía sobre él la joven? ¿No se habría propuesto ésta hacer que el joven se desengañara, demostrarle la locura de las carnicerías inútiles? Estas suposiciones parecían verosímiles a Ferpierre.

Y Dupont, agresivo en la defensa de lo que llamaba sus derechos, no sólo se negaba a oír las pretensiones de los braceros, sino que había expulsado de la viña a todos los que se significaban como agitadores mucho antes de que intentasen rebelarse.

Era aquello un nido, una hechura de políticos, de periodistas, de tribunos, de agitadores, de ministros, y daba gusto ver con cuánto donaire rompían el cascarón los traviesos polluelos.

Otras grandes propiedades habían sido formadas por los compradores de bienes nacionales, o los agitadores políticos del campo, que se cobraban sus servicios en las elecciones haciéndose regalar por el Estado los montes y los terrenos públicos, sobre los cuales vivían pueblos enteros.

Los mediquillos de veintiún años salen á tomar el pulso á la vida, con gran regocijo de la muerte. ¡Oh! mes prolífico entre todos los meses; mes de los frutos, de las flores, de las colmenas, de los mosquitos, de los exámenes; principal delegado del Criador, porque todo lo crías, hasta los licenciados, falanje infinita de donde sale el bullidor enjambre de los políticos, semillero de pretendientes, de empleados, cesantes y agitadores.

Los machuchos cancilleres, los estirados diplomáticos, los ministros desposeídos, los grandes agitadores expatriados, todo lo más alto, en fin, y lo más serio de las notabilidades europeas que abrevaba en lo selecto de las aguas de nuestro continente, sintió, en más o en menos, el influjo diabólico del paso de los tres astros errantes; y es sabido que si no volvieron a Madrid con una reata de celebridades de tal calibre por tiro de su carro triunfal, fue porque no se les puso en el moño la ocurrencia.

Los principales agitadores de las asociaciones obreras, que veneraban al revolucionario, le habían rogado que huyese, temiendo por su vida. Las indicaciones de los poderosos, equivalían a una amenaza de muerte. Acostumbrados los trabajadores a la represión y la violencia, temblaban por Salvatierra. Tal vez le matasen una noche en cualquier calle, sin que la justicia encontrase jamás al autor.

En aquella situación no era dable diálogo alguno. ¿Qué podían decirse los dos enamorados? ¿Con qué frases, en qué sobrehumano idioma acertarían a expresar sus agitadores sentimientos? Solo dijo él: Aquí estoy, Poldy. Tuya es mi vida. Quiero ser y seré tuyo para siempre. Yo te amo, yo te idolatro, yo te adoro.