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Cuando fue a Niza y no la encontró allí, sintió casi un alivio. Y al verla otra vez en Ouchy, al principio del verano, tembló.

Todos los que pasaron el otoño de 1894 en las orillas del lago de Ginebra, recuerdan sin duda todavía el trágico suceso de Ouchy, que produjo tanta impresión y proporcionó tan abundante alimento a la curiosidad, no sólo de las colonias de gente en vacaciones esparcidas en todas las estaciones del lago, sino también del gran público cosmopolita, al que los diarios lo refirieron.

Esta nueva versión del drama de Ouchy excitó enormemente la curiosidad pública, y mayor fue aún el interés cuando se supo que, por más que sobre la cabeza del Príncipe pesara la pena de muerte, una voluntad soberana, impresionada por la conversión del rebelde y del descreído, había conmutado esa sentencia por la relegación perpetua en Siberia.

Al lago no había vuelto: un mortal pavor lo invadía al pensar que iba a ver otra vez los únicos lugares donde pudiera decir que realmente hubiera vivido. Temía morir ahogado por la pena al ver las playas de Ouchy, las cuestas de Lausana, la villa Cyclamens, el bosque de Comte, las humildes capillas, el panorama del Leman velado por las nubes y sonriente a, la luz del sol. Por fin, un día fue.

¿Persiste usted en no querer contestar?... ¿Y cómo explica usted que cuando Zakunine sale de Zurich y viene aquí a Ouchy, usted, que antes no le había buscado, corre a verle, repetidas veces, en una casa que no era suya, y con él la encontramos allí mismo el día de la catástrofe? ¿Tampoco contesta usted ahora?

Este le escribía: «Transmito a usted inmediatamente el despacho que se acaba de recibir del cónsul helvético en Edimburgo. Ahora podremos, por fin, saber con precisión algo sobre el misterio de Ouchy.» Y con mano que la ansiedad hacía temblar, Ferpierre abrió la otra hoja, que decía: «Sor Ana Brighton vive en Stonehaven, Condado de Kincardine, Escocia.

Los propietarios de la villa Cyclamens habían pensado primero en cambiar el nombre de la villa, temerosos de que aquel triste recuerdo impidiera que otros quisieran vivir en ella; pero en la próxima estación la solicitó expresamente un inglés movido por la curiosidad despertada en él por el drama de Ouchy.

Todos los diarios del mundo hablaban del drama de Ouchy y decían que solamente la última carta de la Condesa d'Arda podía aclararlo, confundiendo a los acusados si no anunciaba el inminente suicidio, o salvando a dos inocentes si contenía la confesión de este propósito extremo.

Ella nos unió en el sentimiento del bien, nos reveló el amor y la fraternidad humana. Después... nos hemos abrazado como hermanos. Su conducta, su aceptación del castigo servirán de ejemplo al mundo. Y yo estoy convencido de que debo renegar de mis desesperadas ideas de un tiempo; que debo proclamar las buenas enseñanzas que ella me inculcó... Habían bajado hasta Ouchy.

Era probable: después de su heroica tentativa de salvarle, Alejandra Natzichet debía haber visto a Zakunine corresponder al amor que ella le tenía. Los diarios, en un tiempo llenos de noticias relativas a la acusación que amenazaba a ambos, no hablaban más de ellos: otras historias de otras pasiones ocupaban el lugar concedido antes al drama de Ouchy.