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Ya el comisario volvía sobre sus propios pasos, cuando un ruido de voces, exclamaciones de angustia le hicieron regresar; los gendarmes, obedientes a las órdenes que habían recibido, impedían la entrada a una mujer vestida de obscuro, que llevaba en la cabeza el velo negro de la gente del pueblo lombardo.

... cierto... contestó el doctor vacilante y sin saber qué hacer. Pero antes de resolver nada, hay que esperar la llegada de los magistrados... ¿Se les ha avisado? Aquí llegan. Efectivamente, el murmullo de las voces acababa de extinguirse en la sala contigua, y en ese instante entraba el juez de paz del circuito Lausana, el comisario de policía, un médico y dos gendarmes.

Su crimen, dijo Sorege fríamente, y su condena. Es, por cierto, bastante. ¿Piensa usted que si yo hubiera perdido hasta ese punto la memoria, el mundo no me hubiera recordado que Jacobo de Freneuse fué arrancado por los gendarmes del banquillo de los acusados y conducido con esposas primero á la cárcel y después á presidio?

Lo primero que hizo el juez fue ordenar que se alejara a los indiscretos del cuarto mortuorio y de la sala, y cumplida esta orden, los gendarmes se colocaron en la puerta que comunicaba aquella sala con el otro saloncito, para impedir que la gente volviera.

Dios era para los trabajadores el primero de los gendarmes, una especie de funcionario invisible de la burguesía, al que retribuían los ricos sus buenos servicios, levantándole viviendas, derramando el dinero á manos llenas entre los que se llamaban sus representantes...

Pobre señor cura, tiene miedo... Teme a los gendarmes de Dios, ¿verdad, abuela? ¿Qué gendarmes, hija mía? Todas las devotas del género de Celestina, son los gendarmes de Dios... A ellas corresponde la vigilancia de la parroquia entera, desde el señor cura hasta el último niño del catecismo... Es seguramente un monopolio. Exageras, Magdalena.

Las gentes morenas, susceptibles en extremo y con gran miedo al ridículo, tomaban como ofensas estas bromas inocentes. Ponían los gendarmes al neófito en manos del barbero, y éste lo hacía sentar sobre una escalerilla al borde de la piscina. Los dos negros se agitaban detrás de él mojándole las espaldas con furiosas rociadas que le hacían estremecer, mientras el rapabarbas procedía a su tocado.

Escribientes de las oficinas militares, ordenanzas, individuos de la policía, gendarmes, todos habían marchado para dar el último empujón, formando una masa de heterogéneos colores.

Y revueltos con ellos, guardias forestales y gendarmes pertenecientes á pueblos qué habían recibido con retraso la noticia de la retirada. En conjunto, unos cincuenta. Los había enteros y vigorosos; otros se sostenían con un esfuerzo sobrehumano. Todos conservaban sus armas.

Va usted a ver, Ojeda, como esto termina mal dijo con rabia . Yo no vengo aquí para hacer reír... Al primer tío de ésas que me toque, le suelto un mamporro. El mayordomo, discreto, adivinando los pensamientos de Maltrana, hizo una seña; los gendarmes volvieron sobre sus pasos y el escribano se apresuró a dar otro nombre: Herr Doktor Muller.