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Actualizado: 22 de junio de 2025


Si la justicia quiere ser respetada, es preciso que sea humana. ¡Si no, será arrastrada por el impulso general! ¡Bravo! Marenval, exclamó Vesín, llega usted á ser elocuente. ¡Adelante, héroes! ¡Combatid! ¡Mis votos os acompañen! Usted está retirado de los negocios; la empresa que ahora acomete le entretendrá. Más vale esto que jugar al poker ó que tallar en el baccará.

Todo el club estaba reconcentrado en la sala del baccará. Miguel lamentó que Castro no estuviese en el Sporting. Hubieran charlado como en la tarde que Alicia logró asirse por primera vez á las alas de oro de la Quimera. Tal vez su ausencia era por orden de «la Generala». El también había venido aquí arrastrado por una mujer. Un sordo rumor llegó de la sala de juego.

Miraba a esas mujeres alegres, cantando todo el día, apasionadas en el baccará de la noche, con un sentimiento de real compasión simpática. No iban al infierno de Panamá, arrastrados por la sed del oro, porque, si sus amantes hubieran tenido dinero, no habrían por cierto dejado la Francia; no ignoraban los peligros que corrían, porque M. Blanchet, el ingeniero en jefe del canal, acababa de morir.

Además, despreciaba el Casino, con sus puestas limitadas, su ruleta y su «treinta y cuarenta», juegos casi mecánicos en los que no se ve enfrente á un banquero, sino á simples empleados, lo que da la impresión de estar luchando con una máquina formidable, pero de funcionamiento monótono, sin fantasía, sin alma. Ella necesitaba el baccará.

A las doce empezaba la partida de baccará; ella había solicitado la banca, pero los reglamentos del club se oponían á su pretensión. ¡Pobres mujeres! Hasta en el juego estaban condenadas á una inferioridad degradante. Podían perder su fortuna confundidas en la masa de los «puntos», pero les estaba vedado ser banqueras.

La corazonada de su buena suerte y el juego del baccará, que únicamente funcionaba allí, le habían decidido á faltar por una noche á sus costumbres habituales. El príncipe la felicitó por su hermoso aspecto, por su traje, por sus perlas...

De pronto se incorporó, creyendo haber recibido un fuerte golpe en la espalda. ¡Pura ilusión! Estaba solo. Sus ojos, al mirar en torno de él, se fijaron en el reloj. Las dos. Y se puso de pie, dirigiéndose con lentitud á la sala del baccará. Había disminuído el público, pero todos los que quedaban intervenían en el juego.

El griego le contestó con un mugido de mal humor, alejándose luego de hacer una reverencia á la duquesa casi igual á las que había visto en el teatro. Aunque apenas sabía leer, estaba enterado de cómo hay que tratar á una dama que declara la guerra. Las doce de la noche. Cesó el juego en las mesas de ruleta y «treinta y cuarenta». El público se fué aglomerando en la sala del baccará.

Usted, Marenval, me ayudó en diversas ocasiones á pagar deudas urgentes que me hubieran comprometido sin recurso, y , Cristián, trataste de arrancarme á mi disipación y á mi rebajamiento. El juego había llegado á ser mi único recurso, y para sostener mis fuerzas aniquiladas por las noches enteras que pasaba en las mesas de baccará, me di á la bebida.

Los dos amigos se levantaron y, familiarmente cogidos del brazo, pasaron á la sala de juego y se aproximaron á la mesa del baccará. ¿Juegas ahora? preguntó Tragomer. De vez en cuando, para pasar una hora. ¿Y ganas? Algunas veces. Tragomer miró á Sorege y dijo tristemente: No eres entonces como el pobre Jacobo. Ese no ganaba nunca.

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