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Al entrar en su parque, un grupo de alemanes estaba tendiendo los hilos de una línea telefónica. Acababan de recorrer las habitaciones en desorden y reían á carcajadas leyendo la inscripción trazada por el capitán von Hartrott: «Se ruega no saquear...» Encontraban la farsa muy ingeniosa, muy germánica. El convoy invadió el parque. Los automóviles y furgones llevaban una cruz roja.

Nos vio, y una palidez mortal invadió su rostro, mientras que Carlos y yo nos sonrojamos al darnos cuenta de su presencia. »Teobaldo se repuso, y nos sonrió con la tristeza que acostumbraba. »Amigos míos nos dijo, sentándose cerca de nosotros. Se acordarán ustedes de la sorpresa que me causó, hace algunos meses, el sueño que Carlos nos contó había tenido.

Una tristeza inexplicable y penetrante cayó sobre su alma y la invadió por completo, sin dejarle fuerzas para pensar ni para hacer nada.

Desde esta época ¡cuántos dias de júbilo para la nueva poblacion cristiana, señalados en su grandiosa catedral en páginas indelebles y sucesivas del arte nacional! No se crea que el arte cristiano prevalido del triunfo invadió la mezquita haciendo gala de un celo intolerante y mutilando sin necesidad el grandioso edificio.

¡El primer matador del mundo!... Y aquí estoy yo, para el que diga lo contrario. El resto de la corrida apenas llamó la atención. Todo parecía desabrido y gris tras las audacias de Gallardo. Cuando cayó en la arena el último toro, una oleada de muchachos, de aficionados populares, de aprendices de torero, invadió el redondel.

Amrú, en otro tiempo mercader de cueros y de especias, y luego general del califa Omar, invadió el Egipto y se apoderó de aquella región fértil y dilatada, con un pequeño ejército de tres mil á cuatro mil hombres bien disciplinados. Por una corta capitación anual podía cada habitante vivir tranquilo en su casa, con su familia, su religión y sus leyes.

Y escapándose con ligereza subió media docena de escaleras que tenía la buharda y abrió de par en par la ventana. Una ola de luz viva, intensa y consoladora invadió súbitamente todo el desván y deslumbró a nuestro joven. ¡Aquí está, aquí está el Menino! gritó Marta desde arriba con entusiasmo . ¡Está muy cerca!... ¡Menino! ¡Menino!... ¡Ven acá, tonto!... ¡Toma, toma!... ¿No me conoces?...

Una ola inmensa de rubor invadió las mejillas de aquel generoso vecindario. Esta ola solía venir a Lancia y hacer los mismos estragos siempre que la suerte favorecía a algún laciense más de lo justo.

Sin embargo, esto no sería otra cosa que una inducción más o menos legítima. Al cabo calló. Sintió un fuerte calor en la garganta, que le invadió instantáneamente el rostro y la cabeza. La lengua no quiso trabajar. Experimentaba una impresión de engrandecimiento físico de todo su ser. Sobre todo, la cabeza crecía, creía de un modo tan desmesurado, que apenas podía con ella.

Había concluido su misión. ¿Lo invadió, además, el desencanto profundo de los que llegan a la meta, y allí, fría el alma, repiten el triste gemido del salmista?