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A la hora de este, volvió doña Lupe sofocada, diciendo que Samaniego, el marido de Casta Moreno, se hallaba en peligro de muerte y que por aquel lado no podía hacerse nada. Casta no estaba en disposición de acompañarla a ninguna parte.

Ni que fuéramos chiquillas, para ir con el cuento y comprometerle a usted...». Pero una de aquellas señoras creía que era pecado mortal no indicar algo a doña Lupe, porque esta al fin lo tenía que saber, y más valía prepararla para tan tremendo golpe. ¡Pobre señora! Era un dolor verla con aquella tranquilidad, tan ajena a la deshonra que la amenazaba.

Al principio no oyó más que el crujir de los hierros de la cama del clérigo, que era muy mala y endeble, y en cuanto se movía el desgraciado ocupador de ella volvíase toda una pura música, la que unida al ruido de los muelles del colchón veterano, hubiera quitado el sueño a todo hombre que no fuese Nicolás Rubín. Después oyó doña Lupe la voz de Maxi, opaca, pero entera y firme.

Las fotografías que daban guardia de honor al lienzo eran muchas, pero colgadas con tan poco sentimiento de la simetría, que se las creería seres animados que andaban a su arbitrio por la pared. «Muy bien, Sr. D. Maximiliano, muy bien dijo doña Lupe mirando severísimamente a su sobrino . Siéntate que hay para rato». Doña Lupe la de los Pavos i

Abriole doña Lupe la puerta y le hizo varias preguntas: «Y qué tal, ¿iba contenta?». Revelaban estas interrogaciones tanto interés como curiosidad, y el joven, animado por la benevolencia que en su tía observaba, departió con ella, arrancándose a mostrarle algunas de las afiladas púas que le rasguñaban el corazón.

Doña Lupe corrió a ver a Maximiliano, que después de empezar a vestirse, había tenido que echarse otra vez en la cama. Provocado sin duda por las emociones de aquellos días, por el largo debate con su hermano Nicolás, y más aún quizás por los insufribles ronquidos de este, apareció el temido acceso.

Maximiliano se ponía furioso, y doña Lupe, consultada sobre el particular, dio su dictamen favorable a la salida.

Por fin, a eso de las nueve y media, cuando el médico se fue, sintió doña Lupe un rebullicio, luego cuchicheos en el pasillo. Fortunata había entrado, y hablaba muy bajito con Patria. La mente de la viuda, en la cual hasta entonces todo era confusión y vaguedades, empezó a dar de los juicios más extraños, ideas de atrevido alcance y de un pesimismo aterrador.

En manos de una persona inteligente, esta mujer podría enderezarse, porque no debe de tener mal fondo. Pero yo dudo que ...». viii Doña Lupe era persona de buen gusto y apreció al instante la hermosura del basilisco sin ponerle reparos, como es uso y costumbre en juicios de mujeres.

Y si tenía la tal inclinaciones honradas, y buen síntoma de honradez era el ser tan económica, ¿quién cargaba con la responsabilidad de atajarla en el camino de la reforma? Doña Lupe empezó a llenarse de escrúpulos.