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Actualizado: 12 de junio de 2025


El hombre por quien preguntaba doña Manuela era el fundador de la tienda de Las Tres Rosas, don Eugenio García, el decano de los comerciantes del Mercado, un viejo que arrastraba cuarenta años en cada pierna, como él decía, y mostrábase orgulloso de no haber usado jamás sombrero, contentándose con la gorrilla de seda, que, según él, era el símbolo de la honradez, la economía y la seriedad del antiguo comercio, rutinario y cachazudo.

Inclinado sobre la caja buscando tipos, ajustando palabras en el cajetín, o distribuyendo letras, su frente solía plegarse con un entrecejo serio de obrero ya machucho: entonces no hablaba y fija la atención en lo que hacía, sus ojos negros adquirían cierta expresión de gravedad cómica: en la calle, corriendo o jugando, con el pelo alborotado, tostada la tez, ladeada la gorrilla, descarado el mirar y rebosando malicia, traía a la memoria los chicos de las antiguas novelas picarescas.

Bien ajena que la viese ningún profano, puesta la mano en la cadera, echada atrás la cabeza, alzando de tiempo en tiempo el brazo para retirar la gorrilla que se le venía a la frente, Amparo bailaba.

Cuándo levanta un poco su gorrilla para limpiar los cristales del vagón empañados por la humedad, se ven a plena luz sus ojos, hermosamente azules y de mirar dulcísimo, que corrigen por la expresión un poco dura y fría de todo el rostro. En la solapa de la negra americana se destaca con fuerza una roseta roja.

La gente alegre y ruidosa, los labradores, la chavalería de gorrilla y tufos o de falda almidonada y pañuelo de seda, seguía por el pretil del río mirando la larga fila de casetas, en las que se aburrían los feriantes esperando al comprador que nunca llegaba.

Las llamas iban extinguiéndose, la plaza estaba cada vez más obscura y los chiquillos desertaban en grupos, bucando otras fallas que no hubiesen llegado al período de la agonía. Dos hombres salieron del cafetín agarrados del brazo, con paso lento y vacilante. Eran los viejos borrachos, con la gorrilla en la nuca y el eterno pañuelo de hierbas en la mano.

Don Pedro de Madrazo ha descrito estos dos cuadros con una claridad y precisión que no hay más que pedir: al hablar de uno enumera fielmente las prendas de ropa, desde la gorrilla de ala y la valona de encaje, hasta el tabardo de mangas bobas y los zapatos de paño; al referirse a otro, desde el chambergo con plumas y la banda encarnada de cabos de oro hasta las botas atezadas; ni se olvida en el primero de los dos perros, perdiguero y galgo, ni deja en el segundo de dar idea de la jaca andaluza de color castaño sencillamente enjaezada: menciona, por último, los fondos de campo madrileño con sus quebradoras en el piso y sus celajes azulados de nubes blanquecinas; pero lo que no es dado expresar, ni aun con pluma tan experta, es el atractivo que la figura del Príncipe, alegre, juguetona y al mismo tiempo regia, tiene en estos lienzos.

Con la vieja, lo mismo que con la joven, yo hacerme respetar y dejar bien puesto mi decoro». Ya se proponía contraponer al mirar cargantísimo de aquel punto una ojeada de desprecio, cuando el de los caracoles, vaciado, comido y chupado el último, y puesta la cáscara en su sitio, pagó el gasto; se colocó en los hombros la capa, que se le había caído; encasquetose la gorrilla, y levantándose se fue derecho al desteñido caballero, y con muy buen modo le dijo: «Sr. de Ponte, perdóneme que le haga una pregunta».

Eran dos buenos parroquianos, con la gorrilla caída sobre la frente, los ojos vidriosos y lagrimeantes, y la nariz violácea y húmeda; una yunta alegre, unida por el yugo fraternal del alcohol, que, mientras hubiese cafetines abiertos, declaraban, como el doctor Pangloss, que este mundo es el mejor de los mundos posibles.

Pocos minutos después saltaban ladrando en la glorieta dos perros de caza y detrás de ellos una gallarda joven de tez morena, cabellos negros ensortijados que apretaba una gorrilla rusa de piel, pecho exuberante, amplias caderas ceñidas por una falda corta de color gris, calzada con botas altas y llevando colgada del hombro una primorosa carabina.

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