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En un acceso de febril júbilo, salió al pasillo gritando: «¡Nina, Nina, ven y entérate!... ¡Ya somos ricas!... ¡digo, ya no somos pobres!...». Pronto acudió a su mente el recuerdo de la desaparición de su criada, y volviendo al lado de Cedrón, le dijo entre sollozos: «Perdóneme; ya no me acordaba de que he perdido a la compañera de mi vida...

Es cierto que pudiera fundarle y sostenerle un príncipe rico ó una asociación de capitalistas, pero mejor y más digno es que lo sostenga el Estado. Ya veremos por qué y cómo. Perdóneme Vd. que sea tan difuso. Muy señor mío y distinguido amigo: Ya anuncié á Vd. que tenia yo muchísimo que decir sobre la cuestión del llamado Teatro libre.

Un hombre de bien merece, indudablemente, ser dichoso; pero no siempre tiene el derecho de lamentarse porque no lo es todavía. Es cuestión de tiempo, del instante, de oportunidad. Hay muchas maneras de sufrir: unos sufren por error, otros por impaciencia. Perdóneme un desplante de modestia. Yo quizás soy tan sólo un poco impaciente. ¿Impaciente? ¿y de qué? ¿Se puede saber?

-Perdóneme vuestra merced -dijo Sancho-; que, como yo no leer ni escrebir, como otra vez he dicho, no ni he caído en las reglas de la profesión caballeresca; y, de aquí adelante, yo proveeré las alforjas de todo género de fruta seca para vuestra merced, que es caballero, y para las proveeré, pues no lo soy, de otras cosas volátiles y de más sustancia.

Asombrábase de no haber visto hasta entonces a aquellas mujeres y de no saber siquiera dónde se encontraba su casa de tolerancia. El presidente hizo un gesto de desesperación y dijo al sacerdote: Perdóneme usted... Tozudez semejante... Dispense que la hayamos molestado... El sacerdote saludó y volvió a su sitio.

Entonces prosiguió Delaberge vivía en Rosalinda un hombre muy original llamado Le Maroise. Tenía costumbres muy singulares, se pasaba el santo día en un cuarto con las ventanas cerradas y no salía sino después de anochecido, en una vieja berlina que guiaba un cochero tan extravagante como su dueño... ¡Ese hombre original era mi tío! interrumpió ella riendo. ¡Ah!... Perdóneme...

Responde prosiguió doña María . Yo tengo derecho a saber en qué emplea su tiempo la que va a casarse con mi hijo. Entonces la voz de Inés, que claramente y no muy turbada respondía: , señora doña María. Lord Gray escribió para . Perdóneme usted. ¡De modo que !... Yo no tengo culpa... Lord Gray...

Parecía que quien la había hablado de tal modo tenía autoridad para hacerlo. Pepe dijo sorprendido: Perdóneme Vd.; pero el error no es mío. Ha tomado Vd. como grito de la pobreza escarnecida, acaso de una envidia inconsciente lo que ha sido una observación sencillísima. ¿Cómo ha podido Vd. creer que yo me atreviera a tanto? ¿Qué soy para Vd., señorita?

Tengo que decirle, tío, mejor dicho, debo decirle a usted... perdóneme si soy tan atrevida, pero debo decirle que quiere demasiado a mi prima y acabará por matarla... ¡Yo! ¡Matarla, yo! ¿Qué es lo que estás diciendo? Digo, tío, que su lirio, como usted la llama, es cosa muy frágil, muy delicada, y que combatido por dos amores a la vez no resistirá, sino que habrá de quebrarse.

¡Ah! contestó el de dentro con el acento de quien reconoce á una persona respetable ; voy, voy á abrir al instante. En efecto, la puerta se abrió. Perdóneme vuestra señoría dijo la misma voz dentro si no tengo luz: estaba en acecho. Y se cerró la puerta. ¡En acecho! dijo el padre Aliaga ; ¿en acecho de qué?