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A la puerta de aquel suntuoso edificio se leía una inscripción latina que traducida al castellano dice así: Para perpetua memoria D. Juan de Córdoba Centurión de Adan, hijo del marqués de Estepa del consejo del Rey de España Felipe el Grande atendiendo al interés que pudiera ofrecer á la posteridad, recogió con esmero estos fragmentos mutilados de los tiempos antiguos, esparcidos violentamente por el territorio de Estepa, salvándolos así en lo posible de su completa destrucción y procuró colocarlos con este orden, consignando los nombres de los lugares de donde fueron extraidos, para que cada uno de ellos conservase el honor de su antigüedad.

Ahora, la parda estepa, al salir de las brumas algodonosas del amanecer, palpitaba con nueva vida. Miles y miles de hombres estaban acampados en torno de la ciudad. Había nuevas poblaciones hechas de lona, calles rectangulares de tiendas, ciudades de barracas de madera, construcciones enormes como iglesias, cuyas paredes de lienzo temblaban bajo las ráfagas.

En él iban algunos pasageros, Que llevaban su pobre mercancia: Don Pedro y don Francisco, caballero De Estepa, que es lugar de Andalucía. Piloto, con maestre y marineros, Mas no como en tal caso convenia, En tomar se engañaron el altura, Principio cierto de su desventura.

Los dos salieron de la ciudad, y después de seguir las cercas de las pequeñas viñas con sus casitas de recreo entre grupos de árboles, vieron extenderse ante sus ojos las planicies de Caulina como una estepa verde. Ni un árbol, ni un edificio.

Teníala repartida entre su palacio de Estepa y sus casas de recreo de Lora y Gilena. Ayudáronle en sus tareas literarias y en la de coleccionar antigüallas su hijo natural D. Juan de Córdoba y su sobrino D. Juan Bautista Centurión, alcanzando con tales elementos, resultados, para su tiempo bien extraordinarios.

Pasaron los esposos una mala noche por aquella estepa, matando el frío muy juntitos bajo los pliegues de una sola manta, y por fin llegaron a Córdoba, donde descansaron y vieron la Mezquita, no bastándoles un día para ambas cosas. Ardían en deseos de verse en la sin par Sevilla... Otra vez al tren.

Y las tinieblas tornan impenetrables. La ventanilla está elevada hasta el comedio; por el espacio abierto, en la negrura intensa del cielo, una estrella fulgura, ya blanca, ya azul, ya violeta, ya anaranjada, en rápidos, en vivos, en misteriosos cambiantes. El tren corre frenético por la llanura infinita de la estepa.

Así atravesamos la Mancha, triste y solitario país, donde el sol está en su reino y el hombre parece obra exclusiva del sol y del polvo; país entre todos famoso desde que el mundo entero hase acostumbrado a suponer la inmensidad de sus llanuras recorrida por el caballo de D. Quijote. En opinión general es la Mancha la más fea y la menos pintoresca de todas las tierras conocidas, y el viajero que viene hoy de la costa de Levante o de Andalucía, se aburre junto al ventanillo del vagón, anhelando que se acabe pronto aquella desnuda estepa, que como inmóvil y estancado mar de tierra, no ofrece a sus ojos accidente, ni sorpresa, ni variedad, ni recreo alguno.

Ellos eran como los juncos, que delatan en la estepa la presencia oculta del agua. Donde ellos apareciesen, no era posible la duda: existía la riqueza. La fábrica nueva, la mina descubierta, los campos recién roturados, la codicia de arriba y la miseria explotada de abajo; todo se condensaba en provecho suyo y venía lentamente á sus manos.

Se dieron las manos. Y entonces ocurrió algo inesperado que produjo un largo silencio de sorpresa y de asombro. Miguel dobló su cuerpo, se encogieron sus rodillas, se llevó á la boca aquella mano que tenía en la suya, con el mismo gesto humilde de los siervos de la estepa ante sus poderosos abuelos. Luego la besó, mojándola con sus lágrimas. Ocho días llevaba Lubimoff sin salir de Villa-Sirena.