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Actualizado: 1 de mayo de 2025


Era Sol como para que la llevasen en la vida de la mano, más preparada por la Naturaleza para que la quisiesen que para querer, feliz por ver que lo eran los que tenía cerca de , pero no por especial generosidad, sino por cierta incapacidad suya de ser ni muy venturosa ni muy desdichada. Tenía el encanto de las rosas blancas. Un dueño le era preciso, y Lucía fue su dueña.

Se levantó y con una inspiración persuasiva propia para conmover hasta un alma tan dura, dijo, arrojándose á sus pies: ¡Por Dios, mi buena tía, olvide usted todo lo que la turba, lo que la irrita, lo que la pone fuera de , porque usted no es dueña de misma ahora, y vuelva á ser tal como yo la he conocido; justa, benévola y generosa.

Cepeda llegó a Cádiz, de sus montañas de Asturias, y entró de dependiente en un gran almacén de azúcar, de café y de cacao de la calle de la Aduana; luego se casó con la dueña, y ésta, al morir, le instituyó heredero único, con lo que quedó viudo y riquísimo. Cepeda era naturalmente tímido con su dinero; Menchaca le impulsó a los negocios y los dos ganaron millones. El uno completaba al otro.

La patria de las ansias juveniles estaba allí, de sus destinos dueña, alzada sobre un bosque de fusiles bajo el amparo de una libre enseña. La que soñaste, acaso, en un monólogo bajo un frandaje de rotundas mangas, labrando arquitecturas de ideólogo en la quietud de tu natal Batangas.

Ya estaban las dueñas cerca de Sancho, cuando él, más blando y más persuadido, poniéndose bien en la silla, dio rostro y barba a la primera, la cual la hizo una mamona muy bien sellada, y luego una gran reverencia. ¡Menos cortesía; menos mudas, señora dueña -dijo Sancho-; que por Dios que traéis las manos oliendo a vinagrillo!

El cura charla que charla, y la dueña devana que devana, parecía que de los labios de aquel salía la palabra, como de la madeja de sus manos el hilo, y que Doña Hermenegilda iba envolviendo el interminable discurso, haciendo de él un corpulento ovillo, que bien podría pasar por abultado libro.

Los admiradores de Pimentó le hacían repetir el procedimiento de que se valía todos los años para no pagar á la dueña de sus tierras, y lo celebraban con grandes risotadas, con estremecimientos de maligna alegría, como esclavos que se regocijan con las desgracias de su señor.

Como quiera que fuese, donna Olimpia, según hemos dicho, tenía la conciencia muy estrecha y jamás faltaba a sus compromisos, a no ser sorprendida por irrupciones y agresiones inesperadas y violentas. Había, sin embargo, quien la acusase de que una vieja, llamada la señora Claudia, que iba siempre en su compañía como aya o como dueña, solía preparar dichas irrupciones y agresiones.

Y volviendo la espalda al sobrino de su tío, se embozó en su ferreruelo, y se fué derecho á un maestresala que cruzaba por la antecámara. Al ver el maestresala que se le venía encima una figura negra y embozada, donde todos estaban descubiertos, dió un paso atrás. No soy dueña dijo Quevedo. ¿Qué queréis? dijo el maestresala con acento destemplado.

Introducido en el salón, tuvo que esperar algún tiempo. Sin duda la señorita Guichard quería tomarse tiempo para pensar lo que iba á decir y acaso también enseñar á Herminia adornada con elegante sencillez. Sin embargo, la dueña de la casa apareció sola y avanzó con la frente oscurecida por una nube. Celebro infinito ver á usted, señor Aubry, dijo con voz bastante firme.

Palabra del Dia

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