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Actualizado: 1 de octubre de 2025
¿Qué quiere el leñador? respondió otra voz terrible. Para mí, nada: ¿qué he de querer para mí? Pero la reina, mi mujer, quiere que le diga a la señora maga su último deseo: el último, señora maga. ¿Qué quiere ahora la mujer del leñador? Loppi, espantado, cayó de rodillas. ¡Perdón, señora, perdón! ¡Quiere reinar en el cielo, y ser dueña del mundo!
No sé si por esto, yo que había olvidado completamente á mis pobres padres, lloré por aquella mujer. Quedéme en la casa como dueña. Escribí á mi esposo participándole la muerte de su tía, y al poco tiempo recibí una carta enlutada. La abrí con el corazón helado y recibí un golpe cruel.
¡Oh! ¡que entre! ¡que entre al momento! dijo doña Clara, apartándose de sobre la frente las pesadas bandas de sus negros cabellos; ¿por qué la habéis detenido? La dueña salió como un relámpago. Cuando doña Clara abrió las vidrieras y salió á la cámara, ya estaba en ella la duquesa de Gandía.
Abrióse al cabo una puerta, y asomó por ella la cabeza de una doncella. La camarera mayor de la reina quiere ver á la señora dijo la joven en voz baja. ¿Qué hacemos, doña Inés? dijo también en voz baja la una dueña á la otra. ¿Qué os parece que hagamos, doña María? preguntó la preguntada. La señora no duerme, que solloza dijo doña María.
Como á Robledo no le interesaba la maligna conversación de las dos señoras, y menos aún el talento poético de la dueña de la casa, aprovechó un momento en que ésta le volvía la espalda para saludar á sus admiradores, y pasó al gabinete donde había estado antes.
Me repuse, sin embargo, al verla más dueña de sí misma y le hablé lo más sosegadamente que pude de la alarma que me había dado Oliverio. Cuando pronuncié ese nombre me interrumpió. ¿Vendrá? dijo. No lo creo repliqué. Por lo menos en unos cuantos días. Hizo un gesto de desanimación absoluta y los tres caímos en el más penoso silencio.
No necesitó más el mayordomo para quedar enteramente sosegado. La palabra de la condesa hizo la luz en su atribulado espíritu, y dejó escapar un suspiro de satisfacción, como si le hubiesen quitado una losa de plomo de encima de los hombros. Ni se atrevió, ni quiso preguntar más. Tenía bastante con la mirada límpida y franca que su dueña le dirigió al responderle.
Y como la muchacha, para ocultar su turbación levantase la voz, repitiendo enérgicamente que era dueña de su voluntad y podía hacer lo que fuese de su gusto, Fermín comenzó a irritarse.
Estoy cansada de los hombres; tal vez los odio. Yo he conocido a los más hermosos, a los más elegantes, a los más ilustres. He sido hasta reina; reina de la mano izquierda, como dicen los franceses, pero tan dueña de la situación, que a haber querido meterme en tales vulgaridades, hubiese cambiado ministerios y trastornado países.
Palabra del Dia
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