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Además, le interesaban muy poco las peleas de aquellos gallos ingleses. En la misma sala estaban sentados departiendo amigablemente los dos notarios de la población, don Víctor Varela y Sanjurjo. El uno era un viejo, pequeño, de ojos saltones, con enorme peluca, tan groseramente fabricada, que parecía de esparto; el otro, un hombre de media edad, pálido, con bigote entrecano y cojo de nacimiento.

No se veía por ninguna parte un libro. Papá, aquí está el señor Sanjurjo. Voy allá respondieron de la alcoba. Y a los pocos instantes, levantando el portier de seda encarnada con greca amarilla, se presentó el conde a medio vestir aún, con un batín de color gris y vivos azules, y pañuelo blanco de seda cubriendo mal la desnuda garganta.

La expresión de temor se fue acentuando en el semblante del clérigo, contraído por una sonrisa forzada. Señor Sanjurjo, usted me perdonará si la vez pasada no le he recibido como correspondía. Si hubiese tenido el honor de saber que estaba delante de una persona tan respetable y decente, nunca me hubiera atrevido...

¿Cree usted de verdad que le hará feliz mi hija Gloria? ¿Por qué no, señora? Mucho le agradezco esa buena opinión que tiene de mi niña. ¡Los padres gozamos tanto cuando oímos elogiar a los hijos de nuestro corazón!... ¡Pobresito! Se conoce que tiene usted buenos sentimientos. ¿No es verdad, don Oscar, que nuestro amigo Sanjurjo tiene un alma muy buena?

«¡Pobre Villa!», exclamé para , observando el tono ligero con que pronunció estas palabras su ídolo. Y desde allí me fui derecho a la cervecería para darle el encargo. Cambió un poco de color al escucharme; pero me dijo con sosegada energía: Ya sabe usted, amigo Sanjurjo, que yo con esa mujer no puedo tener decentemente ni siquiera relaciones de buena amistad.

Supongo, señor Sanjurjo, que usted ya se irá acostumbrando a las exageraciones de las andaluzas. Seguimos hablando de política. Luego volvimos a hablar de toros. Por último, recayó la conversación sobre poesía. La exquisita amabilidad del conde le impulsaba a ello, pues que yo le había sido presentado como poeta. En España hay muy buenos poetas dijo el prócer con la mayor vaguedad posible.

Mas ella, aturdida y excitada, como siempre, por sus propias palabras, cada vez se iba poniendo más encrespada, hasta el punto de que algunas personas que se sentaban en las butacas inmediatas lo observaron. ¡Es una grosería, Sanjurjo..., una indignidad!... Usted es persona de buena educación, y en su interior se está escandalizando, segura estoy, de ello.

Yo, señor Sanjurjo, he hecho hasta ahora lo que creía de mi deber, aconsejándola, guiándola por el camino de la piedad y de la devoción... Pero desde el momento en que ella no quiere renovar los votos, yo creo que mancharía mi conciencia si contribuyese a que se la molestase poco ni mucho... Ya ve usted, sería responsable ante Dios de formar una mala religiosa.

Vaya, le dejo a usted, que tengo mucho que hacer... ¿Quiere usted tomar algo?... Pues cuando me necesite no tiene usted más que dar una voz... La hora de comer a las siete.,. ¿Quiere usted que le limpien las botas?... Gervasio, Gervasio, ven aquí... Limpia las botas de este señor en un momentito... ¡Vivo! ¡vivo!... Vaya, hasta luego... ¿Su gracia de usted, caballero? Ceferino Sanjurjo.

Escribió Sanjurjo, firmó el conde y partió la carta, y los dos grandes quedaron departiendo y arreglando aquella alianza improvisada. Porque es de advertir que los dos eran hombres de fibra y aficionados á ver realizados cuanto antes sus deseos.