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Le inquietaba ver que Sabel recibía otra vez su antigua corte de sultana favorita, y que la Sabia y su progenie, con todas las parleras comadres y astrosos mendigos de la parroquia, pululaban allí, huyendo a escape cuando él se acercaba, llevando en el seno o bajo el mandil bultos sospechosos.

La Sultana vieja seguía de lejos, y presidiendo la banda de sus lindas esclavas, la afanosa tarea de Híala y de Encirnún, y las vió, riéndose de su loca empresa, trasponer por entre las calles de negros árboles que daban entrada al bosque.

El-Bayer, al halago de tal insinuación, dió una cabriola en el aire, y sacando los pies hacia adelante, se dejó caer verticalmente sobre sus nalgas, bajando y doblando al propio tiempo su cabeza hasta injertarla entre sus muslos; pero con tal arte, que ponía duda, si en su reverencia y salutación había más burla que respeto al Príncipe de los creyentes, dijo al demente: Yo soy un loco principiante, y como aprendiz no puedo dar en el hito del arcano de la Sultana; pero con un guijarro en la mano y poniéndome a ochenta pasos la frente de uno de estos sabios, te la abriré perfectamente, si es que allí presumes hablar y leer...

La vió en las fiestas de Bib-Arrambla, resplandeciente como una hada; hada sombría doliente y pálida. ¿Por qué tan rica, tan codiciada, de la hermosura gentil sultana, así insensible y así postrada?

Allí se le darán a oler, en matizados ramilletes, de todas las flores del Generalife, y aun se la acercará a los labios fruta del peral y raudales de la fuente, para que tales aromas y tan regalados como sencillos manjares produzcan en la hermosa Sultana el mágico efecto que me figuro.

Abu Hafáz, lleno de complacencia, fue ofreciendo ante sus ojos, y poniendo sobre el mostrador, mil extraños primores en joyas y en telas. Ella no se saciaba de mirarlas. Era muy curiosa. El mercader le dijo: Aún no te he mostrado, sultana, lo más espléndido y peregrino que mi tienda atesora. ¿Y para qué lo escondes y no me lo muestras? dijo ella.

El plan que le sugiere para la realización de este designio, es el siguiente: la sultana Zelora ha tramado con el joven Mahamud una conspiración para atentar á la vida del Sultán la noche inmediata; se encontrará un puñal en poder de Zelora y una carta á Mahamud, que probarán su traición.

Híala, que por su condición viva y regocijada había tomado en fastidio tanta circunspección y compostura, quiso aprovechar ocasión tan feliz de solazarse a todo su albedrío; y mientras la Sultana madre se entretenía en reñir en un estanque a varias esclavas que se bañaban con mucho de algazara y escarceo y algún poco de desenvoltura, se perdió por entre un laberinto de mosquetas, rosas y celindas, acompañada sólo de Encirnún, una su esclava, persiana de nacimiento y de singular belleza y discreción.

Se quedó muy sorprendido delante de Leticia: parecía una sultana; y esta idea se la sugirió al gallardo visitante, no tan sólo el tipo de la visitada, que adquiría mayor acento oriental con la caprichosa y rica bata que vestía y el estilo de todos sus restantes ornamentos, sino también el lugar en que se hallaba: un salón con anchos divanes, grandes cojines, maderas olorosas, alfombras turcas, cueros marroquíes, espejos venecianos, bronces desnudos, tibores japoneses y ¡qué yo!

Al poco tiempo de haber desaparecido las dos lindas cazadoras, se oyó un grito agudo dentro del bosque, en el que, así la Sultana vieja como todas las esclavas, conocieron la voz de Híala. Cuál fuera la admiración y el espanto que tal grito infundiera en la Sultana y en las esclavas, es fácil concebirlo.