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Primero, la llegada: en el vasto patio de honor atestado de cazadores y cazadoras y en el que las casacas rojas y verdes se mezclaban con los trajes femeninos más o menos chillones, entre la confusión de los grandes carruajes, el relincho de los caballos y el jurar de los picadores, la joven se le había aparecido como una castellana de los antiguos tiempos, bajando lentamente la escalinata, con una amazona muy sobria recogida en el brazo derecho y la fusta en la otra mano; y todo lo demás se había borrado para él, que ya no vio a nadie más que a la mujer amada. ¿Cómo respondió a la acogida calurosa de Gastón de Argicourt, a la amabilidad de su mujer, a los apretones de manos de unos cuantos camaradas, al saludo ceremonioso del señor de Candore, al cordial cumplimiento del viejo general Estry y al vigoroso «shake-hand» del tío Dick?... Carlos no sabía absolutamente nada.

El gentío presentaba igual aspecto en todas las calles, como si la ciudad entera se hubiese vestido con arreglo al mismo patrón. Sombreros cordobeses de blanco fieltro o marineras de paja, cazadoras de color claro, corbatas rojas, y en todas las bocas un cigarro de a palmo. La Bajada de San Francisco era un torrente por el que rodaban sin cesar las oleadas de gentío.

Al poco tiempo de haber desaparecido las dos lindas cazadoras, se oyó un grito agudo dentro del bosque, en el que, así la Sultana vieja como todas las esclavas, conocieron la voz de Híala. Cuál fuera la admiración y el espanto que tal grito infundiera en la Sultana y en las esclavas, es fácil concebirlo.