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La sultana, aunque cada día más altiva y desdeñosa, todavía le consentía apoyar la barba en su regazo y contemplarla largos ratos fijamente. Aquellos ojos ardientes y ávidos demandaban tímidamente una caricia. Petra era cada vez menos expresiva; pero aunque de mala gana y con semblante hosco, aún se dignaba hacérselas.

Isla maravillosa, sultana bella y grácil a quien vemos ansiosa poner oro y corales sobre el nativo altar, y buscar en la arena de sus sonoras playas, como sus dos hermanas, cual Luzón y Bisayas, la perla de un ensueño que no quiere llegar...

En cuanto los esclavos pusieron en tierra el precioso depósito, y que sólo se oía en el silencioso aposento el murmurador bisbisar de los wazires y consejeros y alguno que otro suspiro del inquieto Sultán, se incorporó el loco Ben-Farding, acercándose al lecho en que descansaba, como en un encanto, la linda Sultana, y exclamó en alta voz y fuera de : ¡Perfección divina! ¡Portento sin igual! ¡Asombro de la naturaleza!...

¿Qué era lo que cantabas en el Zuc de los benimerines? le dijo el Sultán. Y el loco, siempre con su oreja entre sus manos, y comenzando a bailar con el mayor desenfado, cantó: A la Sultana nadie la cura, si no es el rey de la locura.

A mi observación contestó Antonio: . Mi madre la llama «El Jardín de la Sultana». No te sientes ahí, agregó al ver que me disponía a hacerlo sobre un ancho banco, o poyo de piedra, cercano. Aquí estarás más cómodo. Y al borde mismo del estanque permanecimos algún tiempo, escuchando el suave rumor del agua.

Todos nos quedamos extasiados en su contemplación. Lo que primero atraía la vista era la ciudad. La hermosa sultana del Mediodía reposaba del lado de allá del río con blancura deslumbradora, que le da carácter africano. Eran las cuatro de la tarde. El sol la bañaba con sus rayos oblicuos, pero vivos aún y ardorosos.

Salvaste de la destruccion comun tus viejos muros ; mas para tu castigo: ¿quién entre los árabes se ha de atrever ya á venir sobre ellos para restituirte al seno del Profeta? Desciñe tu bello turbante, sultana del Guadalquivir: ni derecho tienes ya para llamarte mora. Te han hecho cristiana; y cristiana serás mientras dure en la tierra el poder de la cruz.

Parecía un muchacho, un marinerito del muelle, según la expresión de Gonzalo. Mientras tanto, Ventura hacía su vida de sultana caprichosa, que ahora tenía más razón de ser. Apenas salía de la casa. El cuidado exquisito de su persona, le ocupaba mucho tiempo. El resto, solía emplearlo en leer novelas de folletín. Cada día estaba más hermosa.