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Actualizado: 9 de junio de 2025
El ministro, observando su silencio y su tristeza, le preguntó: ¿Tienes por casualidad fondos en su poder? Por casualidad, no ... ¡por estupidez mía! Tiene en su mano casi toda mi fortuna. ¡Oh diablo, diablo! Se me está haciendo rejalgar en el cuerpo lo que he comido. Creo que me voy a poner mala dijo la viuda poniéndose realmente pálida. Arbós hizo esfuerzos por tranquilizarla.
El desgraciado poeta, con el rostro contraído, echando miradas de socorro a todas partes, se dejaba sacudir como un hombre a quien conducen a la cárcel. Arbós, ¿no cree usted que he llevado mi venganza demasiado lejos? Para no destruir el efecto de la frase se marchó bruscamente. Todas las noches recorría dos o tres tertulias, donde se celebraban su gracia y sus ingeniosidades.
En cambio, a Clementina le ayudaban los acreedores de su marido, sus amigas Pepa Frías, que no cesaba un momento de ir y venir visitando a los médicos, a los magistrados, a los periodistas, la condesa de Cotorraso, la marquesa de Alcudia, su cuñado Calderón, sus amigos el general Patiño y Jiménez Arbós, y más que todos ellos, como quien más obligación tenía, su amante Escosura.
Clementina, que a todos los conocía, gozaba en adivinarlos a las pocas palabras. Raimundo, que había asistido con frecuencia a las tribunas del Congreso, les había cogido bastante bien, a casi todos, el acento, la acción y los gestos. Particularmente imitando a Jiménez Arbós, a quien trataba por verle en casa de Osorio, estaba graciosísimo.
Cuando pasaba a su lado un chico honrado y trabajador, le ponía de loco y de perdido que no había por dónde cogerlo; si, por el contrario, pasaba uno que mereciese en realidad tales dictados, como Alcántara, se hacía lenguas de él. Pepa, Clementina y Arbós suspendieron el juego para escuchar sonrientes aquel singular relato. ¿Y produce efecto el procedimiento? preguntó el ministro.
Arbós tuvo ocasión una vez más, viendo acudir la calma a su rostro, de penetrarse de las excepcionales dotes persuasivas con que la providencia de Dios le había favorecido. Pepa tuvo ánimos para sentarse a jugar al tresillo con Clementina, Pinedo y Arbós. Al cruzar el salón grande vió sentados en un rincón a su hija y a su yerno en la actitud de dos tórtolas enamoradas. Acercóse a ellos.
Estaba tan feo, que Fuentes dijo a Pinedo y a Jiménez Arbós señalándole: Ahí tienen ustedes al diablo recibiendo a sus brujas en el aquelarre de los sábados. Se le invitó a jugar al tresillo como siempre; pero rehusó. Había visto a dos banqueros a quienes quería pescar para su negocio de la mina de Riosa. Además le convenía hacer la corte a Jiménez Arbós algunos momentos.
Vinieron también el barón y la baronesa de Rag por primera vez. Clementina les dió la preferencia colmándoles de delicadas atenciones. El barón era plenipotenciario de una nación importante. El ministro de Fomento Jiménez Arbós, Pinedo, Pepe Castro y los condes de Cotorraso entraron casi a la vez. A última hora, cuando faltaban pocos minutos para las siete, llegó Lola Madariaga y su marido.
Sin embargo, el duque se manifestó muy conmovido. ¡Arbós! ¡padre! ¡vosotros, hijos míos! Hoy que soy viejo, con mayor razón.... ¿Para qué quiero ya los millones? Dentro de poco me veré obligado a tomar el tren para el otro barrio, ¿verdad, Julián? Y tú lo mismo.
Pepa Frías, que estaba entre Pepe Castro y Jiménez Arbós, le dijo al primero por lo bajo: ¿Qué le parece a usted de la jeta del marido de Lola? ¿verdad que para gaucho no es del todo mala? Castro sonrió con la superioridad que le caracterizaba. Sí, debió de haber lazado muchas vacas en la pampa. Hasta que al fin una vaca le lazó a él. Pero no fué en la pampa.
Palabra del Dia
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