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El conde de Cotorraso montó en cólera al saberlo: ¡Y piden libertades y derechos para estos beduínos! Que los hagan honrados, agradecidos, decentes ... y luego hablaremos. Por la misma ley de afinidad electiva de que hemos hablado más arriba, Raimundo se encontró paseando con un personaje que se despegaba un poco del resto de aquella sociedad.

Ni cuando se comió el arroz con leche que D.ª Robustiana tenía destinado al marqués de Cotorraso, un día que éste le visitó, ni cuando mordió los zapatos morados de su ilustrísima el obispo de Oviedo, que vino á girar la visita pastoral á Laviana y alojó en su casa, le vió tan descompuesto. ¡Cosa más extraña! Talín comenzó á sospechar que allí existía un gran secreto de familia.

León le escuchó entre impaciente y confuso. Por librarse de él prometió cuanto quiso. Luego, cuando se vió entre los amigos, contó la ridícula conferencia y se rió en grande a costa del desdichado concejal. El duque de Requena, después que dijo a Biggs lo que se proponía, se sentó a jugar al tresillo con la condesa de Cotorraso, el mejicano, marido de Lola, y el general Pallarés.

La niña lo tenía, en efecto, comprometido con el conde de Agreda; mas al oir la demanda de Castro, sintió tales deseos de acceder a ella, que con sorprendente audacia respondió que . La duquesa designó como dama directora a la condesa de Cotorraso, a la cual se unió Cobo Ramírez. Este se imponía en todos los bailes como habilísimo director de cotillones.

Le he presentado al conde de Cotorraso que le está dando una conferencia sobre los aceites. Miren ustedes qué cara de sufrimiento tiene el pobre. Los tresillistas volvieron la cabeza. Allá en un rincón estaban, en efecto, los dos. El conde hablaba con calor y le tenía cogido por la solapa según su costumbre.

Cuando Cobo hubo realizado varios de aquellos viajes de un coche a otro, que no dejaban de ser peligrosos por la velocidad del tren, Lola Madariaga, fijando una mirada burlona, primero en Clementina, luego en Alcázar, dijo a éste: Alcázar, ¿se atreve usted a ir a pedir a la condesa de Cotorraso su frasco de sales? Me siento un poco mareada.

Todo le interesaba al mancebo; el vestido que había llevado al baile de la embajada francesa; los menudos accidentes que le habían ocurrido en la cacería de Cotorraso; las escenas que había tenido con su marido, etc. La linda morena seguía el plan de atraer primero su atención, captarse su simpatía a fin de ponerle blando. Clementina llegó a la sala cuando más enfrascados estaban en la charla.

No hay de qué. ¿Por qué me buscas la lengua? Porque me gusta. Ya lo sabes. La dama alzó los hombros, hizo un mohín de desdén, y pugnando por no reir se dirigió a la condesa de Cotorraso que en aquel instante pasaba cerca. Raimundo los había contemplado mientras hablaron. El tono confidencial en que lo hicieron le hirió. Permaneció un instante inmóvil.

El conde de Cotorraso persistía en defender al astro del día para excitar el ingenio de su detractor. El sol era quien animaba la Naturaleza, quien calentaba nuestro cuerpo aterido, etc.

Todos estaban marcados con un sello de decrepitud, que obligó a la condesa de Cotorraso a decir de pronto: Aquí, al parecer, no trabajan más que los viejos. El director sonrió. Parecen viejos; pero no lo son, señora. ¡Pero si todos tienen la piel arrugada, los ojos hundidos y apagados!... No importa; ninguno de ellos llega a cuarenta años. Los que trabajan aquí son mineros que ya no pueden bajar.