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Dios ha sido, hijo mío, Dios ha sido, y un poco también la buena sangre que tienes en las venas.... ¿Tienes escogida ya esposa? El joven sonrió haciendo un signo afirmativo. ¿Quién es? He pensado en Esperancita Calderón. ¿Qué le parece? Perfectamente. Es una niña muy bien educada, muy simpática: además yo la quiero como una hija.

»Hasta aquí escribió Anselmo, por donde se echó de ver que en aquel punto, sin poder acabar la razón, se le acabó la vida. Otro día dio aviso su amigo a los parientes de Anselmo de su muerte, los cuales ya sabían su desgracia, y el monesterio donde Camila estaba, casi en el término de acompañar a su esposo en aquel forzoso viaje, no por las nuevas del muerto esposo, mas por las que supo del ausente amigo. Dícese que, aunque se vio viuda, no quiso salir del monesterio, ni, menos, hacer profesión de monja, hasta que, no de allí a muchos días, le vinieron nuevas que Lotario había muerto en una batalla que en aquel tiempo dio monsiur de Lautrec al Gran Capitán Gonzalo Fernández de Córdoba en el reino de Nápoles, donde había ido a parar el tarde arrepentido amigo; lo cual sabido por Camila, hizo profesión, y acabó en breves días la vida a las rigurosas manos de tristezas y melancolías.

Sirvió a la mesa, escanció, y fue la diversión de los comensales, por sus largas melenas, semejantes a un ruedo, que le comían la frente; por su faja de lana, que le embastecía la ya no muy quebrada cintura; por su andar torpe y desmañado, análogo al de un moscardón cuando tiene las patas untadas de almíbar; por su puro dialecto de las Rías Saladas, que provocaba la hilaridad de aquella urbana reunión.

«¡Bastante tenía él sobre su alma con el entierro civil de Barinaga y la consiguiente ojeriza que gran parte del pueblo había tomado al señor Magistral!». «No, no quería más luchas religiosas. Ya iba siendo viejo para tamañas empresas. Mejor era callar, vivir en paz con todos». La muerte de Barinaga le hacía temblar al recordarla. «¡Morir como un perro! ¡Y yo que tengo mujer y cuatro hijas!».

El Sultán, que en aquella tenebrosa obscuridad que envolvía la estancia estaba en ayunas de lo que pasaba en derredor de , exclamó impaciente: Querido Ben-Farding, ¿has dado ya en el encanto, conoces el sortilegio que embarga los sentidos de mi esposa? ¡Habla, habla!...

Respondióle el P. Arce que se detuviese su Reverencia en San Rafael, que él en una canoa iría á los Payaguás, de quien por haberse ya ganado su ánimo y afecto, se prometía que le conducirían á la Asunción, de donde por Abril del año siguiente, volvería para llevarle.

Y el más interesante problema de sociología argentina podrá ser planteado en estos términos: ¿por qué éramos todavía semibárbaros en la primera mitad del siglo pasado, después de 1.500 años de cristianismo forzoso, y somos ya algo más que semicivilizados con sólo 50 años de instrucción casi obligatoria?

No se sostenía ya que eso de saber leer y escribir era propio de segundones y de frailes, y empezaba a causar risa la fórmula empleada por los Reyes Católicos en el pergamino con que agraciaban a los nobles a quienes hacían la merced de nombrar ayudas de Cámara, título tanto o más codiciado que el hábito de las órdenes de Santiago, Montesa, Alcántara y Calatrava.

Ya estaba fatigado de pasear siempre por sus jardines, que le parecían estrechos y monótonos. Además, la sobrina de Lewis, abusando de su autorización, llegaba cada tarde con una escolta de ingleses heridos, siempre diferentes.

Makaraig se detuvo. ¿Y cómo influir? preguntó un impaciente. El P. Irene me indicó dos medios... ¡El chino Quiroga! dijo uno. ¡Ca! Valiente caso hace de Quiroga... ¡Un buen regalo! Menos, se pica de incorruptible. Ah ya, ¡ya lo ! esclamó Pecson riendo; Pepay la bailarina. ¡Ah, ! ¡Pepay la bailarina! dijeron algunos.