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El arroyo no es más que una larga calle abierta en el espesor del bosque; la superficie líquida, sombreada por las bóvedas de árboles, está unida como un cristal; solo los oblicuos rayos de luz que en algunos puntos agujerean la espesa enramada, hacen brillar como pepitas de oro los más pequeños insectos y hasta el polen de las plantas; las lianas que se mojan en el agua la rayan con pequeñitos surcos negros donde vacila un instante la imagen de las ramas.

Se prometió esperar a que estuviese sola para caer en su casa, sorprenderla y arrancarle el puñal de la mano. Guardó su impaciencia durante una hora larga, sin advertirlo. Amaba a la señora Chermidy como no había amado a su mujer ni a su hija. Sentía germinar en su cerebro ideas de abnegación, de solicitud, de desinterés, de humilde esclavitud.

También, ¡cómo esperar que en Bogotá encontraría una obra maestra como la bodega del Sr. Suárez! Los vinos, elegidos por él en Europa, habían triplicado de valor en su larga travesía, y cuando los degustábamos, sentíamos que aquel chisporroteo de espíritus nos impedía entregarnos a esa grave tarea con la seriedad necesaria. Poro, ¿cómo hacer?

El Universo, a juzgar por Vetusta y sus contornos, más que un sueño efímero, parecía una pesadilla larga, llena de imágenes sucias y pegajosas. El Padre Goberna, que sabía dar color local a sus oraciones, no decía en Vetusta que no somos más que un poco de polvo, sino un poco de barro. ¿Polvo en Vetusta? Dios lo diera. El mal tiempo se llevó la resignación tranquila, perezosa de Anita Ozores.

Estuvo tres sin salir de su cuarto, sin probar apenas manjar alguno de los que Cecilia le llevaba, y, lo que es aún peor, sin lograr conciliar el sueño. Con los ojos abiertos y extáticos, se pasaba horas y horas tendido en su lecho, mirando a las tinieblas. En la noche tercera, a eso de las tres, encendió luz, se vistió y se puso a escribir una larga carta a su tío.

También la amaba él, ¡oh!, la amaba con pasión, porque había bautizado con el nombre de Melia una larga culebrina de 18, y no enviaba su proyectil al enemigo que no se acordase de su amante.

Cuando, después de ausencia tan larga, fui a visitar a Amaranta, la encontré desesperada, porque el aislamiento de Inés en la casa de la calle de la Amargura, había tomado el carácter de una esclavitud horrorosa. Cerrada la puerta a los extraños con rigor inquisitorial, era locura aspirar ya a burlar vigilancias, y engañar suspicacias y menos a romper la fatal clausura.

Ramiro, pensando que podía referirse al asunto de los moriscos, meneó la cabeza negativamente. Acto continuo, como hombre resuelto a desatar el nudo de modo harto breve, vistiose el coleto de ante y ciñose la espada que le diera don Rodrigo del Aguila. Luego, desnudando la hoja, oprimió con ambas manos la guarnición sobre su pecho, para rezar de aquella guisa una larga plegaria.

Después de una larga pausa, Fortunata, con muchísimo trabajo, se determinó a responder esto: «Yo no se lo he dicho.

La cocinera, una criolla vieja, clamó, santiguándose espeluznada: ¡Avemaría purísima! ¡Avemaría!... ¡Avemaría!... ¡Avemaría!... exclamaron otra vez, uno por uno, los hijos del mayordomo. Y, temiendo que Juanillo fuera el ogro de los cuentos y los devorase también a ellos, escondiéronse los menores detrás de los mayores. Formaron así una larga hilera, como cuando jugaban al Martín Pescador...