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Delante de su palo asolador caían los mozos de Rivota y Lorío. Pero arrastrado de su ardimiento había ido demasiado lejos. Cuando menos lo pensaba se encontró solo. Entonces, al echar una mirada en torno y verse rodeado enteramente de enemigos, flaqueó su corazón y olvidó su fuerza indomable. Tres veces gritó con voz penetrante demandando socorro á sus amigos.

Guzmán se quedó extático delante de la hermosa criatura: devorábala con los ojos como si no se atreviera a tocarla. Al fin, la tomó en sus brazos; separó después los dorados rizos que caían sobre su frente, y estampó en ella un beso en que debió tomar el corazón mayor parte que los labios, por lo que fue de sonoro, de apretado... y de repetido.

El Menino, que se hallaba a seis u ocho pasos de distancia, al oír la voz de su dueña, ladeó la cabeza con gracioso movimiento, como para escuchar. Los rayos del sol que caían de plano sobre él bañaban su plumaje amarillo, haciéndole resaltar de tal suerte sobre el color rojo del tejado, que parecía un pedacito de oro animado.

El trabajo hacía entra en calor a Pomerantzev, que estaba fatigado y sudando; pero se sentía feliz y miraba con ojos encantados alrededor. El día primaveral sonreía. De los tejados, de los árboles, del muro, caían lentamente gotas de agua, que lo ennegrecían todo en torno. Se aspiraba el olor de la nieve derretida, del estiércol, los mil olores indefinibles de la primavera.

La marquesa miraba de hito en hito a Simón mientras éste iba hablando; pero en Simón caían aquellas miradas, que no eran de miel, como chispas de pedernal en un montón de nieve. En seguida le dijo: Insisto en que se ha robado mucho en esta casa; mucho más de lo que se ha gastado en ella..., y hasta cómo se ha robado... Perdone la señora marquesa que, como administrador...

Conservando un resto de vago conocimiento, sintió que las voces se alejaban; que caían los muebles; que se rompían con estrépito los vasos; que callaban los músicos; que, obscurecido el sol, lo sustituía una débil claridad de antorchas; que éstas se extinguían después; que todo quedaba en silencio.

Todo era humo, y fuego, y estrago, y cuerpos muertos que a la mar caían, y sangre que en la mar se vertía y la ponía roja; y acá sonaban los clarines y las trompetas y los atambores, y allá sonaban los añafiles, las dulzainas y las atakebiras; que no podían causar menos fragoroso estruendo en su combate con el turco más de trescientas naves grandes y pequeñas que la mar cubrían en un tan grande espacio como no se había visto desde los tiempos del imperio de Roma; y de estas naos, ciento sesenta y cuatro, y las mejor aprestadas, eran del rey de España; y del pontífice Pío V eran seis galeras y otras tantas fragatas; y llevaban los venecianos ciento treinta y cuatro naos, pero no tan bien armadas ni proveídas como las de España.

Ambas luces tenían pantallas verdes, con añadidura de raso del mismo color, al modo de faldones que caían por una sola parte de las dos circunferencias. La claridad se esparcía por la mesa, y el resto de la habitación estaba en penumbra manchada, con verdosa pátina de tapiz viejo.

El claustro alto estaba sostenido por veinte columnas más pequeñas que las del bajo. Reinaba en torno a una balaustrada de mármol blanco, calada y de un trabajo exquisito. Caían a estos claustros las puertas de las celdas, hechas de caoba, pequeñas pero cubiertas de adornos de talla.

Debajo del gorro blanco flotaban graciosos y abundantes rizos negros, una boca fresca y alegre sonreía, unos ojos muy grandes y habladores hacían gestos, unos brazos robustos y bien torneados, blancos y macizos, rematados por manos de muñeca, mostraban, levantándolo por encima del gorro, un pollo pelado, que palpitaba con las ansias de la muerte; del pico caían gotas de sangre.