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Otro día, no pareciéndome estar allí seguro, fuíme a un lugar, que llaman Maqueda, adonde me toparon mis pecados con un clérigo que, llegando a pedir limosna, me preguntó si sabía ayudar a misa. Yo dije que , como era verdad, que aunque maltratado, mil cosas buenas me mostró el pecador del ciego, y una dellas fue ésta. Finalmente, el clérigo me rescibió por suyo.

Hubo gaudeamus, ¿verdad? preguntó por lo bajo. D. Joaquín negó descaradamente. Unos tras otros fueron llegando Consejero, Cándida, D.ª Filomena, el P. Melchor, Marcelina y, en suma, casi todos los tertulianos habituales. Formáronse pronto los grupos de siempre, se disgregaron los elementos de aquella sociedad, operándose en ella el fenómeno químico de las afinidades electivas.

-Yo tendré cuidado -dijo Carrasco- de acusar al autor de la historia que si otra vez la imprimiere, no se le olvide esto que el buen Sancho ha dicho, que será realzarla un buen coto más de lo que ella se está. ¿Hay otra cosa que enmendar en esa leyenda, señor bachiller? -preguntó don Quijote. - debe de haber -respondió él-, pero ninguna debe de ser de la importancia de las ya referidas.

¿Y él? preguntó Arias. Cambiado enteramente, desde que se casó y se reconcilió con su cuñado. Este es el que le dirige en todo. Ahora labra por sus haciendas, aconsejado por mi marido, con el que pasa semanas enteras en el campo. En fin, es el niño mimado de la familia, donde ha sido recibido como el hijo pródigo.

Gracias por la comparación, amable primita; y ¡adiós para siempre! ¡La del humo! respondió Rita sin volver la cara. Rafael se levantó furioso. ¿Qué tenéis, Rafael? le preguntó en tono lánguido una joven, al pasar delante de ella. Esta nueva interlocutora acababa de llegar de Madrid, adonde un pleito de consideración había exigido la presencia de su padre.

Cuando yo tenía tu edad, sabía vengarme de una muchacha mejor que dijo riéndose papá, quien nunca desperdiciaba la ocasión de decir una broma. ¿Y cómo se hace? preguntó mi primo. ¡Bah! ¡Si no lo sabes! replicó papá. Se le da un beso, señor Roberto dijo un viejo jardinero que pasaba justamente con sus regaderas.

D. Mario de la Costa, a juzgar por su palidez, estaba rezando en aquel momento el credo, preparado a morir cristianamente. Alargó al jefe de la familia su mano temblorosa y fría, y preguntó con voz que semejaba un estertor: ¿Cómo está usted?

¡La salida! repitieron los contrabandistas con espanto, sin saber de lo que se trataba. ¿Qué salida? preguntó el gitano . Usted está soñando, padre mío, y me temo que sea un mal sueño; porque los aduaneros empiezan a bajar y las balas silban. ¡Oiga!... ¡Pero, Dios mío!

Allí se verá casi todos los instrumentos pastorales. ¿Qué son albogues -preguntó Sancho-, que ni los he oído nombrar, ni los he visto en toda mi vida?

Sería añadir el sarcasmo a la... al.... No vendrá, no. Quien está arriba es don Antero, el cura de la parroquia, el pobre es un bendito, un fanático digno de lástima y cree cumplir con su deber... pero como si cantara. Don Santos era un hombre de convicciones arraigadas. ¿Cómo era? ¿pues ha muerto ya? preguntó uno que llegaba en aquel momento. No señor, no ha muerto.