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«¡Oh malicia, oh ingenio, hasta en los más humildes resplandecespensó don Juan y añadió en voz alta: Hablas como un libro. En seguida escribió estas líneas: «Cristeta: Esto y resuelto a que nos veamos. Si no me contestas, si no accedes a ello, pasado mañana, sin falta, me presentaré en tu casa. Date por avisada. Perdóname; pero ni puedo ni quiero estar más tiempo sin hablarte. Tuyo, Juan

Don Rosendo pensó con emoción en la posibilidad de que a su muerte la villa, agradecida perpetuase su memoria colocando una lápida con su nombre en las Casas Consistoriales. Homenaje de gratitud de la villa de Sarrió a su esclarecido hijo don Rosendo Belinchón, infatigable campeón de sus adelantos morales y materiales. No era fácil conciliar el sueño rodeado de estas brillantes imágenes.

«¡Oh! ¡En definitiva, en el mundo, no había nada serio más que la poesía!... pensó Bonis . Pero eso para mi Antonio.

«¡Cuántos elementos de dicha perdidos y desbaratadospensó mientras daba vueltas entre los dedos á la relojera. «¡Pobre niña! volvió á murmurar; ¡qué lejos estarás de presumir lo que te esperaLa compasión penetraba en su pecho como un torrente, y lo llenaba de inquietudes. «No; no me escaparé como un ladrón después de haberme introducido traidoramente en el santuario de su alma inocente.

A falta de otro expediente, verdad es que podía despedirla de su casa cubierta de ignominia, y lo pensó, pero la reflexión no tardó en mostrarle los mil peligros que traería un escándalo.

Su alma ingenua ya no pudo dudar que Adriana estaba salvada. Únicamente se asustó por la posibilidad de que Julio no llegara a tiempo. Pensó hablarle por teléfono; pero desistió, temiendo que Adriana la sorprendiera. Llamó furtivamente a Lola, la sirvienta. Oye, llevarás una carta al señor Lagos, pero que nadie te sienta salir.

La selva, dormida bajo el fulgor de las estrellas, parecía un jardín de leyenda. Maltrana pensó en Wágner y en su valeroso Sigfrido; en la rústica flautita del héroe que hacía hablar a los pájaros. Hasta creyó, por un instante, que de aquellas espesuras podría surgir un dragón no conocido por los guardas.

Vete, repito; es un hurto ruin el que intentas, dándome tu alma y tu cuerpo vendidos ya para siempre y sin rescate a ese espantajo de mujer que te da título y dinero. Don Jacinto pensó que La Caramba se había vuelto loca. Si no de su material violencia, tuvo miedo del alboroto, del escándalo y de la resonancia ridícula que podía tener aquella escena, si se prolongaba. Huyó, pues, casi despavorido.

A la hora del alba, cuando la nueva luz comenzó a señalar las rendijas de la ventana, el amor de Beatriz se encendió como nunca en su pecho. Pensó en ella apasionadamente. Pensó con frenesí en el goce de vivir y de amar, animando junto a él la ilusión de una boca bajo la suya, de sedosa cabellera perfumada, entre sus propias holandas.

Se encontraron los ojos de Ana y de Mesía. Se miraron como si hasta aquel momento nunca se hubieran visto bien. «Buenos ojos pensó el Tenorio no sabía yo a lo que saben, hasta ahora». Y continuó: «Esa será una de las primeras». Más de una hora fue viendo aquella nube de polvo que parecía de luz y en medio los ojos de la sobrina.