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Yo, haciendo el papel de Sigfrido, me meteré en el ataúd. Ella, si quiere, puede venir montada en un caballo con alas, en un gran caballo negro, con largas crines negras, las alas negras, castigando con manos negras el aire del cielo. ¡Pero Muñoz, Muñoz! gritó Charito alarmada.

Nuestras cabezas, casi unidas, parecían beber la música del mago, y con la música las palabras: palabras de poeta, de uno de los más grandes poetas de amor que han existido, grandiosas y fuertes, dignas de héroes. La walkyria, convertida en mujer, estremecida aún por la sorpresa de la iniciación carnal, se despide de Sigfrido, el héroe virgen que acaba igualmente de conocer el amor.

» ¡Salud a ti, Sigfrido, lumbrera victoriosa! ¡Salud, vida triunfante! »Ellos no lloran, Teri, y se muestran grandes y serenos en su despedida, no porque son hijos de dioses, sino porque tienen una confianza de niños, una fe ingenua y sana en la eternidad de su amor.

En invierno era él quien se entusiasmaba escuchando unas veces su ¡hojotoho! fiero de walkiria que teme al austero padre Wotan; viéndola otras despertar entre las llamas, ante el animoso Sigfrido, héroe que no teme nada en el mundo, y se estremece ante la primera mirada de amor. Pero las pasiones de artista son iguales a las flores por su intenso perfume y su corta duración.

«¡Si me viese miss Mary! pensó . Tal vez me comparase a un Sigfrido rústico yendo a matar el dragón que guarda el tesoro de Ibiza... ¡Si me viesen otras mujeres que he conocido, y todo lo encontraban ridículo!...» Pero su amor se sobrepuso inmediatamente a tales recuerdos. ¡Si le viesen! ¿y qué?... Margalida valía más que las hembras que él había conocido antes: era la primera, la única.

» ¡Oh si Brunilda fuese tu alma para acompañarte en tus correrías! dice ella, ansiosa de seguirle. » Es siempre por ella que se inflama mi coraje contesta el héroe. » Entonces, ¿serás Sigfrido y Brunilda juntos? » Allá dónde yo me halle, los dos estarán presentes. » ¿La roca donde yo te aguardo quedará entonces desierta? » ¡No!

Luego, en la creciente obscuridad del salón sonaron los rudos acordes que acompañan al héroe a la tumba; la fúnebre marcha de los guerreros llevando sobre el pavés el cuerpo membrudo, blanco y rubio de Sigfrido, interrumpida por la frase melancólica del dios de los dioses.

Y en esta charla surgía a cada momento el elogio del marido, el tierno entusiasmo por su vistosa inutilidad, lo que producía en Fernando cierta irritación... ¿Y para esto se le había acercado con aire de flirt aquella señora?... Una trompeta lanzó a guisa de llamada el toque arrogante y provocador del héroe Sigfrido.

Era la princesa de los cuentos que desea convertirse en pastora; y allí permanecía adormecida, a la sombra de sus naranjos, sacudida algunas veces por el recuerdo; queriendo gozar eternamente aquella calma, repeliendo con fiereza a Rafael, que intentaba despertarla como Sigfrido despierta a Brunilda atravesando el fuego. No: amigos nada más. No quería amor: ya sabía ella lo que era aquello.

Aún no habría salido a aquellas horas su carta de Tenerife, y ya estaba lo mismo que Sigfrido, olvidado de Brunilda, humillándose amoroso a los pies de una Gotunda que se burlaba de él. Y esto lo había hecho por voluntad espontánea, sin necesitar filtros de olvido. Cerraba los puños amenazándose a mismo; pero un sentimiento de tristeza y desaliento sucedía a esta indignación.