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A veces consentía en recibir a algún viejo aristócrata: penetraba en la sala tartamudeando adulaciones, rozando casi la alfombra con sus cabellos blancos; e inmediatamente, cruzando sobre el pecho las manos de fuertes venas donde corría sangre de tres siglos, me ofrecía su hija por esposa o para concubina.

La madera verde de las paredes despedía humedad, que penetraba aún al través de la piel de plantígrado que me habían entregado. Me sentí como Robinson Crusoe en su árbol, después de retirar la escalera, o bien como el niño a quien se mece en la cuna. Al cabo de media hora de insomnio, sentí haberme parado en Wingdam.

Volvió á orar con todo fervor, se encomendó á Dios de todo corazón y de nuevo quedó dormida. Al despertar penetraba ya la luz por la chimenea. De nuevo sintió una sed abrasadora y otra vez volvió á calmarla con el agua sucia que manaba de las paredes. Miró por el agujero y vió el puntito de cielo. Esta vista infundió en su pecho un ansia loca de vivir.

Jacobo sintió mucho frío, un frío muy grande y muy natural, porque estaba medio desnudo, y que parecíale a él le penetraba las carnes y le llegaba hasta los huesos y le pasaba el alma de parte a parte, con una sensación glacial y desagradable que se le figuraba semejante a la hoja de un puñal al hundirse en su pecho.

Primero caminamos por magníficas dehesas, sobre una llanísima alfombra de verdura y bajo un dosel de magníficos robles, encinas, fresnos, sauces y almeces, á través de cuyos severos troncos penetraba horizontalmente el alegre sol de la mañana. Después salimos á un monte cubierto de jarales floridos, cuyas blancas flores eran tantas, que parecía que el monte estaba nevado.

El viento que soplaba constantemente sobre Wingdam, penetraba en el aposento por diferentes aberturas; la ventana era sobrado pequeña para su rompimiento, donde colgaba dando extraños chirridos. Parecíame todo repugnante y desaseado.

Con lo cual ganaba más aún, pues negociaba el género más barato y se ahorraba la comisión de los arrieros. Día y noche la taberna de Entralgo resonaba con cánticos desacordados, disputas y blasfemias y día y noche penetraba en el cajón del mugriento mostrador una cascada de monedas de cobre y plata. Con esto el buen humor proverbial del filósofo se había hecho más alegre si cabe.

La meditación del sacerdote fue larga y dolorosa. La hoja aguda y fría del escepticismo penetraba en sus entrañas: una mano cruel la revolvía sin piedad para desgarrárselas mejor. Lo que aquel hombre, enloquecido por el dolor, decía quizá no fuese cierto. Pero ¿lo era lo que afirmaba el cristianismo?

Yo permanecia embobado leyendo en las paredes y en las bóvedas los nombres memorables de los generales y de las batallas, cuando la luna se oscurece repentinamente, ocultándose en un celaje espeso, la luz de los faroles de la plaza no penetraba por el arco, y me vi envuelto en sombras, pareciéndome que me encontraba en el fondo de un grande osario.

Siempre que entraba en la iglesia del convento sentía la misma embriaguez, una especie de somnolencia voluptuosa que penetraba en su ser como una caricia. De aquel coro venía un murmullo lánguido y tierno que le llamaba, invitándola a dejar los placeres del mundo por otros más dulces y misteriosos que había comenzado a gustar sin conocerlos aún enteramente. Jesús le había ya otorgado valiosos regalos en sus oraciones, pero no se entregaría por completo, bien seguro, no se olvidaría en los brazos de la esposa, no se daría todo